En las zonas renovadas con frecuencia hay esquinas que reservan ingratas sorpresas para el transeúnte. A veces, estas provienen de la propia disposición del nuevo sistema de semaforización. En otros casos, jardineras u otros dispositivos han sido convertidos en obstáculos al flujo regular del caminante.

Pero los riesgos creados para los peatones no reposan en los detalles del diseño sino en una concepción espacial que tiende a la gradual aniquilación del espacio público. En el novel orden de la ciudad, los derechos de los peatones han sido supeditados al del tráfico vehicular cuando no directamente eliminados. Bancas, semáforos y jardineras sirven como ilustraciones paradójicas del paisaje resultante.

La presencia y la ausencia de bancas, por igual, llaman a preguntarse sobre la suerte de los caminantes. A lo largo del bulevar 9 de Octubre, a pocos centímetros de la vía vehicular, escasas bancas fueron instaladas para los paseantes. El potencial peligro causado por su cercanía a los autos se exacerba por el hecho de que la vereda se encuentra prácticamente al mismo nivel que la del tráfico automotriz. Por otro lado, la ausencia total de las mismas en la sección renovada de Urdesa da cuenta del patrón dominante, aquel que piensa la ciudad en términos de habitantes que caminan pero que no deben descansar –ni siquiera en las paradas de buses– para no apropiarse de sus espacios.

A pesar del gran acierto que constituye la señalética auditiva para discapacitados visuales, el sistema de semaforización, supuesto modelo de sofisticación tecnológica, de hecho radicaliza la discriminación de los peatones en muchas de las esquinas donde fue colocado. Por ejemplo, en Pedro Carbo y Aguirre, hay una en la que el caminante carece de señal alguna para orientar su proceder. Además, los semáforos están ordenados para facilitar el fluir ininterrumpido de vehículos sin crear un tiempo específico para el cruce de los transeúntes.

Finalmente, la zona de paso destinada a estos últimos es señalizada de manera caprichosa, con la clásica línea de zebra interrumpida por adoquines a mitad de la vía que supondría demarcar. En tales casos, cruzar o no cruzar, ese es el dilema.

Las jardineras, tan necesitadas, han sido dispuestas como ornamentos que, muchas veces, funcionan como apéndices de proyectos que privilegian ora el diseño estético ora los intereses privados y que, al hacerlo, resultan atentatorios al flujo peatonal. Una evidencia de lo primero es la ubicada en la esquina de Pedro Carbo y 9 de Octubre, donde, al haber sido dispuesta como adorno decorativo de una pileta, elimina abruptamente la calzada por un bloque entero.

Contrariamente al propósito mínimo del reordenamiento, los paseantes se ven obligados en estos casos a caminar directamente en plena vía vehicular. Una muestra de cómo la vereda se ve supeditada a los intereses privados es la jardinera colocada frente a un comisariato en Urdesa, cuando la calzada desaparece de un momento a otro para, esta vez, demarcar el parqueadero de dicha empresa. Los ejemplos sugieren que en el Guayaquil regenerado la vida peatonal ha resultado sistemáticamente degenerada.