Creo que mis amables lectores esperan de mí un complemento a la noticia de la reciente semana. He comentado en numerosas ocasiones el benéfico efecto de la lectura en la vida, por eso que ahora esté cerca de la creación de una instancia para trabajar por la irradiación de ella en Guayaquil, es natural y lógico. En esta medida cabe referirse a la flamante Sociedad para el Fomento de la Lectura.

De este hecho se pueden deducir algunos rasgos: que un grupo de ciudadanos la hemos conformado por estar convencidos de que la lectura es impostergable en la formación de la conciencia crítica de los ciudadanos; que la educación formal requiere de colaboraciones urgentes para conseguir esa meta; que niños y jóvenes deben ser seducidos hacia los encantos de una actividad que dio tan buenos frutos en generaciones anteriores y que ahora se halla en crisis.

Nadie duda de todo esto, pero muchos permanecen en la pasividad. Nos hemos resignado a que los tiempos son malos y los libros caros, a que la televisión es el sustituto mágico de la estrecha realidad, a que el homo videns ha remplazado al homo sapiens en una ola de banalidad y hedonismo. Pero las cosas pueden ser de otra manera. De hecho lo son y me atengo a los positivos signos que nos da nuestro cercano contorno al recibir con apertura y entusiasmo la existencia de la Sociedad para el Fomento de la Lectura.

Es que la gente se alegra de contar con un nuevo frente de acción. Ya nos llaman para adherirse a este voluntariado cultural. Ya nos hacen consultas y propuestas. Hay una viva preocupación por la suerte de los más jóvenes que crece distante de los libros. También por un país que ha reducido las oportunidades de publicación y de circulación de libros. Por la frialdad de los maestros, balanceados en la gris rutina de un sistema de educación sin creatividad, afincados en “contarles” a sus pupilos los contenidos del maravilloso mundo de la imaginación y del saber.

Tampoco es muy cierto aquello de que en Guayaquil no se lee mucho. La mesa de exposiciones que tuvimos el jueves en la Fundación EL UNIVERSO donde se dio testimonio de la existencia de los grupos o clubes de libro, sacó a relucir impresionantes verdades. La asiduidad de colectivos de mujeres que con interés inagotable leen desde hace años, en esa experiencia placentera de discutir y revisar los criterios que el libro ha producido. Algunos se aplican detrás de la guía de un conductor, se apoyan en investigaciones complementarias, en pos de sacarle el mayor partido posible a los textos. Hay lectores invisibles, me decía un escritor, aquellos que no tienen espacios de expresión pero que constituyen una cadena de no previsible terminación cuando recomiendan sus lecturas en el casi secreto boca a boca.

¿Por qué no, entonces, multiplicar en nuestra ciudad los grupos de lectura? ¿Acaso no vale intentar arrancarle al día de trabajo y obligaciones ese paréntesis de encuentro con nosotros mismos? Porque como insinuaba Proust, leer es asomarnos a la abisal profundidad del corazón humano, pero mirando hacia fuera, también hacia el paisaje de la diversidad y la amplitud. Hoy más que nunca, invito: ¡leamos!