Frente a la cantidad de tragedias nacionales, sacudidos como estamos con la desaparición, tortura y muerte de casi 100 ecuatorianos en las aguas del océano, que se suman a los miles que murieron en iguales o peores condiciones en la búsqueda del sueño de mejores días para ellos y sus familias, víctimas de la guerra del hambre y la desesperanza, en un país que lo tiene todo menos buenas administraciones, ¿qué hacer para que esas realidades cambien, desde los diferentes aspectos desde donde deben ser abordadas?

También nos inquieta saber que el país se ha convertido en tráfico de drogas y mercenarios. Y lo más grave es que muchos jóvenes consideran como una opción válida ser soldados de guerras ajenas, pues lo consideran un trabajo que se puede elegir cuando se conocen los riesgos y sobre todo se paga bien…

En realidad todos estos aspectos son variaciones del culto al ídolo del dinero en cuyo altar sacrificamos el sentido mismo de la vida. Los seres humanos hemos aceptado, en esta parte del mundo, ser reducidos a prisioneros. Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo. Somos tratados como un desecho inútil, sin visión de conjunto. El trabajo pierde toda significación, pues es un eslabón de una cadena en la que las partes no siempre están en relación con el todo. Desde el más grande hasta el más pequeño hablan de pacientes, clientes o productos y muy poco de personas. Parece que los ojos tienen el signo dólar impreso en la retina y este filtra toda las percepciones. Las dimensiones propiamente humanas están ocultas bajo estructuras aplastantes, alienantes y sin rostro, sometidos como estamos a las enfermedades de la civilización: hambre, cáncer, sida, infarto, nacidas de la soledad y la desesperanza que cortan nuestra relación con la naturaleza exterior y desintegran la conexión con nuestra naturaleza interna.

¿Cómo recuperar la conexión con lo trascendente? Aníbal Pentón, maestro, hombre sabio, de profundos silencios, palabras hurgadoras y escucha activa, que parece estar siempre aprendiendo cuando en realidad está enseñando, tiene algunos secretos. Aprendió de Gandhi, que todos los lunes callaba para lograr el profundo silencio interior, que comprende desde dentro el clamor propio y ajeno y se abre en un solo grito sin sonido, eco del dolor del mundo y portador de todas sus esperanzas y sutiles alegrías, Aníbal, una vez a la semana guarda cuatro horas de silencio. Los demás lo saben y lo respetan. Trabaja sin hablar, sin responder. Aprendí, me comenta, que lo que a veces quiero expresar no tiene sentido u otros lo dicen mejor, entonces solo digo lo que los demás no expresan. Comportamiento semejante a otro gran sabio ecuatoriano, Leonidas Proaño, cuyas palabras concebidas en el silencio nos llegan hasta hoy y suscitan compromisos y tareas. Él escribió: mantener siempre alerta los oídos al grito del dolor de los demás y escuchar su pedido de socorro, es solidaridad. Sentir como algo propio el sufrimiento del hermano de aquí y del de allá, hacer propia la angustia de los pobres, es solidaridad. Mantener la mirada siempre alerta y los ojos tendidos sobre el mar en busca de algún náufrago en peligro es solidaridad. Llegar a ser la voz de los humildes, descubrir la injusticia y la maldad, denunciar al injusto y al malvado es solidaridad. Dejarse transportar por un mensaje cargado de esperanza, amor y paz hasta apretar la mano del hermano es solidaridad. Convertirse uno mismo en mensajero del abrazo sincero y fraternal que unos pueblos envían a otros pueblos es solidaridad. Compartir los peligros en la lucha por vivir en justicia y libertad, arriesgando en amor hasta la vida es solidaridad.