Joven de Salinas, del cantón azuayo Santa Isabel, relata sus penurias en sus viajes como emigrante ilegal.

La posibilidad de construir una casa y sacar de la pobreza a sus familias mueve a cientos de personas, especialmente del Austro, a emigrar en forma ilegal a Estados Unidos, a costa de sus vidas, como sucedió con un centenar que desapareció al naufragar el barco en que iban.

Es el caso de Milton Pucha Sánchez, uno de los nueve sobrevivientes de la tragedia. Solo estudió la primaria, al igual que sus nueve hermanos, y a sus 20 años es padre de una hija. Vive con su suegra y su padre es discapacitado.

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Mientras, continúa el drama de los familiares de los desaparecidos. Una delegación de ellos se trasladó a Manta, en donde intenta obtener información y decidió realizar una marcha contra el coyotaje.

La Fiscalía de Manta investiga a un comerciante y un dirigente deportivo acusados por los familiares.

Era la tercera vez que Milton René Pucha Sánchez iba a embarcarse en un barco pesquero para viajar ilegalmente a Guatemala y desde ahí, por tierra, intentar llegar a Estados Unidos.

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Pero antes de iniciar su nueva travesía, la medianoche del jueves 11 de agosto, sintió miedo porque las olas estaban bravas y quiso desistir. Después de meditar por unos minutos, decidió embarcarse. Fue uno de los últimos en abordar el barco sin nombre y pintado de azul y blanco. Ya no quedaba espacio en la bodega, donde estaban hacinadas unas cien personas, y se quedó en la cubierta. Eso le facilitó para arrojarse al mar y salvar su vida cuando la embarcación zozobró en el Pacífico colombiano, la madrugada del sábado 13 de agosto.

Milton, oriundo de la comunidad Salinas, cantón Santa Isabel (Azuay), es uno de los nueve sobrevivientes del naufragio en el que desaparecieron 94 personas. A sus 20 años tiene vivencias de pobreza, prisión, calamidades y una que otra alegría. Relata:

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“Aquel jueves el mar golpeaba feo, las olas sonaban zas, zas, bum. Me dio miedo, no sé por qué. Nunca he tenido miedo al mar. Le vi a un zuco de la tripulación del barco, con quien me hice pana en el viaje de hace dos meses y le dije que  prefería no ir. Me respondió que en verdad el mar estaba fuerte pero me dijo que no me ahuevara. Nos fuimos, nunca pensé que iba a pasar esto.

“En ese momento me separé del Silverio Lalbay, un buen amigo que se hundió con la embarcación. Al ingresar a la bodega le vi al man bien acomodado en una litera. Le pregunté si no me tenía un puesto y me reprendió por no llegar rápido, pero no me dio lugar. Yo me iba afuera, con  un tío de Silverio, Geovanny Lalbay (17 años), que también se salvó.

“En la bodega, que para este viaje había sido arreglada con literas para llevar más gente, habían dos menores. Un niño de 13 años que iba solo, a encontrarse con sus padres en Estados Unidos. La otra menor era Rosa Cuzco, de 15 años, que se salvó. Eran como 22 mujeres.

“En el barco es difícil viajar. Por más cómodo que vayas es macho. Las mujeres sufren más. Dicen que en algunos viajes los tripulantes amenazan con botarlas al agua y abusan de ellas. En  el que se hundió, no me consta. Además, los tripulantes eran mis amigos, aunque no me dieron nunca sus nombres, porque con ellos fui hace dos meses.

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“La primera vez llegué a Guatemala, en septiembre hace dos años. De ahí me escapé porque la pelada, que ahora es mi mujer, se quedó en mi comunidad, Salinas, y me hacía falta. Es Irma Guzmán, con ella tengo una hija de siete meses. Aquella ocasión podía irme tranquilo y llegar, pero no fue así. Me llevó quien hoy es mi suegro. Él dio las hipotecas de sus terrenos a los coyotes.

“En Guatemala, los guías (coyotes) andan súper armados. Hay uno que se llama Jimmy, carga unas pistolas de primera, tiene permiso para portar armas y cuando la Policía aparece presenta los papeles. A los migrantes, los guías nos tienen presos, por una llamada telefónica al Ecuador cobran tres dólares el minuto.

“De suerte, los guardias se descuidaron y  nos escapamos con mi amigo Wilson Pizarro. Nos presentamos en una comisaría, en el departamento de Shela, pero los policías no quisieron detenernos. Nos decían mejor vayan que están cerca de cruzar. Tanto insistir nos apresaron y enviaron a la capital, ciudad de Guatemala.

“Ahí nos tocó estar presos durante un mes. El problema fue que la Embajada de Ecuador no tenía presupuesto para mandarnos al país. Una semana antes habían caído 190 ecuatorianos y debieron deportarlos. Para nosotros no había plata, solo éramos dos pendejos. Nuestras familias mandaron los pasajes para volver en avión, a Guayaquil. El coyote no perdonó y por eso mi suegro debió pagar $ 3.000.

“Mi segundo viaje fue hace dos meses. Llegué hasta Ciudad Juárez, en México, pero me deportaron. Recién volví hace tres semanas. En esa ciudad íbamos a coger un bus de turismo con servicio ejecutivo. Esa es la nueva forma de llevar en ese país. Los coyotes dicen que ahora los guías de México cobran mil dólares más para no llevar en camiones, porque la Policía está atenta. A los buses de turismo no paran en ningún lado.

“Pero a pesar de cobrar, por viveza de los guías, a nuestro grupo de 40 emigrantes nos trasladaron en un tráiler, encerrados, desde la frontera con Guatemala a Puebla. De Ahí fuimos en un camión, catorce horas parados y apretados hasta Ciudad Juárez.

“Caímos en el terminal. Un amigo que andaba con nosotros fue el culpable porque en un local cogió una botella de agua y se fue sin pagar. Por él caímos presos todos. Por un agua que no vale más de diez pesos (un dólar). La dueña del local reportó a la Policía y en cinco minutos llegaron como quince. Permanecimos presos quince días y nos deportaron en avión, a Quito.

“Como la hipoteca de unas 30 hectáreas de terreno de mis suegros está en poder de los coyotes, intenté de nuevo. Mi hija cumplió 7 mesitos el 7 de agosto y antes de este viaje tuve lindos días. Mis tíos me llevaron a la costa, a Salinas, todo me pagaron. Ahora pienso que era como una despedida para siempre.

“El miércoles 10, el coyote me llamó para que vaya a Cuenca. Me dio $ 50 para pasajes y comida y me dijo que llegue a Buena Fe, Los Ríos. Yo de mi parte llevaba $ 250, escondidos.
De carro en carro me fui a Guayaquil, Quevedo y Buena Fe. Llegué al hotel Marín. Después a un motel, a la salida de Buena Fe, donde había bastantes personas. Al mediodía del jueves 11 nos subieron en un camión y nos llevaron al sitio de embarque, no sé si era en Esmeraldas o Manabí. El camión entró unos diez minutos después de dejar la carretera asfaltada. Ahí nos dejó y caminamos  dos horas por las montañas hasta llegar a la playa donde estaban los botes.

“En el viaje iba tranquilo. Los tripulantes me regalaban más comida y podía caminar y acostarme. La madrugada del viernes, a eso de la una de la mañana, me había quedado dormido un rato. Me desperté con el golpe de la ola. Era como un sueño, el agua entraba y el barco se iba hundiendo a un lado. La gente gritaba. Sin pensarlo me boté al mar y vi cómo otros trataban de coger los galones para salvarse. Estaba oscuro y muchos pedían auxilio.
Escucho que otros sobrevivientes dicen que el barco se partió o que las olas eran de cinco metros, pero nada es seguro. En ese momento uno solo piensa en salvar su vida.

“Los que nos botamos al agua estábamos en la parte de arriba. Creo que ni la tripulación se salvó. Estoy seguro que murieron porque estaban dormidos. El cocinero era gordísimo y andaba que se mareaba por las olas. El capitán también era gordo y supimos que en el momento de la desgracia estaba con una pelada, abajo. Entre ellos se turnan para manejar el barco. Mi amigo, el zuco, dirigió el timón desde las nueve de la noche hasta cerca de la una de la madrugada.

“Los manes del barco deberían llevar chalecos para darnos a todos y ponernos por cualquier emergencia, pero eso no se hace. Más les importa la plata.

A merced de las olas
“Cuando todo pasó, nos dimos cuenta que en nuestra boya estábamos once, tres eran mujeres. Es difícil sostenerse. Las olas se alzan en punta y después se abre una boca. Ahí nos hundíamos. Como los tanques de petróleo tenían aire, flotaban. Nos sosteníamos de unas mallas que los unían.

“Con los del otro grupo, de la caneca, nos encontramos el sábado al mediodía. Ellos habían encontrado un paquete de agua embotellada. Les vimos a lo lejos, pensamos que era una canoa y empezamos a gritar, auxilio, ayuden, auxilio, pero los manes no paraban. Después, las mismas olas nos unieron. Por el agua que nos regalaron vivimos más. Tomábamos poquito a poquito, era solo para remojar el pescuezo (por decir la garganta).

“Ellos andaban en un cajón plástico. Eran cinco, después se ha caído uno. Andaban jodidos, no tenían de qué agarrarse y lo que habían hecho es poner sus brazos y sostenerse entre ellos. En un momento decidimos amarrarnos ambos grupos, para andar juntos. Hombres y mujeres sacamos la ropa para formar un cabo pero fue un error, las olas nos hacía chocar y querían virarse las boyas. Nos safamos y cada uno fue por su lado, a merced de las olas.
Después no supimos si vivían o morían.

“A ellos los localizaron primero, el domingo 14, a las 09h30. A nosotros nos sacaron a las dos de la tarde. Solo estábamos cinco de los once, una mujer embarazada también cayó.
Llegó un momento en que Giovanni Lalbay y yo ya no resistimos. Nos pusimos de acuerdo para morir juntos.  Conté hasta tres y me fui al agua a ahogarme. Mi amigo no se lanzó y volví a agarrarme. Le dije bájate cabrón y confesó que no sabía morir. Propuso que nos matemos y tuvo miedo. Nos salvamos ambos.

Las noches eran difíciles. El sábado, a lo lejos pasó un barco con una luz pero nunca nos vio. Yo dije, esta noche nos acabamos todos, pero no pasó nada gracias a Dios. Me dolía mucho pensar que dejaba a mi mujer y mi hija, a quien ni siquiera le había inscrito con mi apellido porque el formulario de nacimiento tenía errores y había que coger un abogado que quería cobrar 70 dólares.

“No me di cuenta cuando se hundió la mujer embarazada. La menor (Rosa Cuzco) ya se soltaba, como cuatro veces debimos agarrarla. Ya no resistía y se subió sobre los tanques de petróleo, ahí descansó, si no moría. Los que caían, cuando estaban muertos iban al fondo, despacio. Es muy feo ver morir, si era nervioso uno también moría de miedo.

“En los pies nos picaban unas hormiguitas pero ventajosamente no apareció algún tiburón. Ahora me acuerdo que con mis zapatos se fueron cien dólares. Había cosido 50 dólares dentro de cada lengüeta, para que no me roben.

La señora que está en el hospital (Wilma Castro) tenía una gran valentía a pesar de que perdió a un hermano en la desgracia. Nos hacía rezar, todos orábamos. Me encomendé al Señor de la Cocha, una localidad cercana a Cuenca. Le pedí que me salvara, que mande un barco. En partes nos entregamos a Dios, si somos de morir, ya, que sea una muerte rápida.
Yo me dije, si no quieres llevarnos, entonces sálvanos, escucha mis plegarias. En eso escuché un motor.

“Alcé la cabeza y vi un bote plomo que venía hecho una bala. Les avisé a los demás y gritamos: sálvenos, nos ahogamos. Esa emoción hizo que la boya pierda estabilidad y con una ola nos hundimos, de suerte rebotamos y nos salvamos todos. Nos rescataron. Fui el único que subió al barco por sus medios. Si no nos hallaban, en dos horas moríamos.

“Los del barco fueron súper gente. Nos hicieron bañar, nos regalaron ropa. A las mujeres les dieron hasta sus calzoncillos. Arrieros somos y en el mundo andamos, decían. “Quería llegar a Estados Unidos para hacer mi casita, porque ahora vivo con mi suegra. Desde mi niñez, mi vida fue de pobreza. Estudié solo la primaria en mi comunidad. No seguí el colegio. Somos nueve hermanos y mi papá es cojito. “Antes de viajar ayudaba a mi hermano, Carmelo, en la mecánica. Cuando había trabajo sacaba 60 dólares a la semana. Dependía de los contratos.

“De aquí no intento, esta es una historia que me deja lecciones y debo cuidar la vida. Dicen que la tercera es la vencida y fue bien vencida. Ya no quiero saber nada de viajes”.