Se avecina la fiesta de Pentecostés. Por los caminos que conducen a Jerusalén confluyen caravanas procedentes de ciudades alejadas.

Todos van a celebrar, en la Ciudad más Santa de la tierra, la alianza del Señor con su elegido pueblo.

Jesús, que en otras ocasiones ha viajado como tantos a Jerusalén, esta vez no hace este viaje.

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Prefiere distanciarse de la hostilidad creciente y marcha con los suyos a las villas y villorrios de Cesarea de Filipo.

La primavera está cediendo. La hermosura del paisaje y el silencio de los pocos caseríos facilitan que el maestro se dedique largamente a la oración y a la tarea de formar a sus apóstoles. A Jesús ya no le queda más que un año para que el Espíritu Santo los pueda convertir en las columnas de la Iglesia.

En un recodo del camino, les hace una pregunta en apariencia inofensiva: “¿Quién dicen los hombres que es Hijo del Hombre?”. Le responden con lo dicho por los superinformados: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas... 
Jesús les corta la enumeración de tanto grueso disparate y les pregunta frontalmente: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”. El silencio se hace embarazoso.

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Todos quieren que hable el otro. Solo Pedro se decide a publicar su convicción: “Tú eres el Cristo –responde con firmeza– el Hijo de Dios vivo”. Y el Señor le piropea por lo que ha pasado: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.

Después le avisa lo que piensa hacer con él en su momento: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará”.

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Le piensa convertir en la seguridad. Le piensa transformar en fortaleza. Le piensa delegar su autoridad. Y para ello, con expresiones requeteempleadas por la Biblia, le descubre lo que ocurrirá: “Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Cf. Mateo 16,13-20).

Este designio salvífico de Jesucristo, que en aquellos momentos reforzó la vacilante fe de los apóstoles, ha seguido cimentando en el transcurso de los siglos –y llenando de alegría– el edificio de la Iglesia de Dios.

El Romano Pontífice, sucesor de Pedro y heredero de su plena potestad como Vicario de Cristo en la tierra, es la cabeza visible de la Iglesia, el fundamento de su unidad, el Maestro de la Verdad, y el juez supremo de todos los cristianos. Es –con expresión de Santa Catalina la de Siena– el “dulce Cristo en la tierra”, el instrumento que el Señor nos ha querido dar para que los cristianos, amándole y obedeciéndole, tengamos la certeza de querer y obedecer al mismo Jesucristo.

Por eso al papa Benedicto XVI, al sucesor de Pedro en este instante, después de Jesucristo y de la Virgen, le queremos más que a nadie.

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