Subirse a un colectivo es toda una aventura. Antes hay que espiar en el poco tiempo disponible  entre la doble y triple fila que forman en las paradas, la cara del vehículo. A pesar de que casi todos lucen recién pintados, no todos tienen los mismos adornos. Los chapeteos marcados en el fondo y a los lados  nos dicen algo de la parada final y el lugar donde el colectivo duerme… mejor evitarlos.

Luego en rápida sucesión hay que calcular el escalón por el que se sube. A veces hay que tomarse con ambas manos de los tubos metálicos y balancearse, en una clara demostración de habilidades de gimnasta olímpica, para poder subir. Pasar por el sensor electrónico es otra hazaña, en la que usted da el costo del pasaje a la mano estirada del chofer, que lo mira a usted, a la calle o al puente por el que está circulando y al bus con el que está en competencia. En el suelo del vehículo casi atropella a un ser humano pequeño, con vestido color polvo, que semeja una araña. Se prepara para las limosnas de rigor, que en cada bus debe pagar además del pasaje y para lo que hay que contar con sueltos. Pasado ese primer escollo observa a sus compañeros de aventuras y escoge sentarse lo más adelante posible, calculando por dónde escapar o esconder sus pertenencias en caso de que algunos “redistribuidores de rentas”, como se autodenominan los que nos despojan de lo que tenemos, suban al bus. Ya instalado se dispone a disfrutar las aventuras cuyo final no siempre es predecible, acompañado de la estridencia de la música de la guarachera de Cuba a la que admira y que pone azúcar en el camino. En ese momento el hombre araña que usted casi había aplastado levanta la voz, no el cuerpo, domina la radio y comienza una serie de acrobacias a lo largo de todo el pasillo. “Por favor, señores, recojan las piernas”.
Gira como pelota, rueda sobre su espalda arqueada, las piernas enredadas en el cuello, los brazos sirviéndole de balancín. Se yergue, pone los brazos en el tubo donde nos sostenemos y allí cuelga las piernas, quedando ahora como un pequeño murciélago colgado del pasamanos. Aplausos, admiración, realmente se merece la ayuda que se le brinda. Al bajarse, un joven corpulento salta por los barrotes antes del sensor, una funda de chocolates en la mano. Se levanta la camiseta. Buenos días, señores pasajeros, perdonen la molestia, primeramente agradezco al profesional del volante que me permite trabajar en este digno medio de transporte. Soy un joven honesto que acaba de salir de la cárcel donde me hirieron como ustedes ven, señala el corte en su abdomen, y antes que robar, prefiero llamar su atención para que reciban sin ningún compromiso y demostrando su educación las barritas de chocolate que dejaré en sus manos. No me deje con el brazo extendido. La barrita la pueden tener por el módico precio de $ 0,25, ¿qué es hoy en día $ 0,25? Para ustedes nada, pero para este joven sin trabajo a quien luego acusan de ladrón significa poder llevar el pan a su casa.

Cuando llevamos un tiempo de recorrido sube un miembro de una iglesia que  grita a voz en cuello las bondades de Jesús y lo que nos espera a causa de nuestros pecados si no nos convertimos y recibimos en ese mismo instante a Cristo en nuestro corazón. La prédica sigue incansable, hasta que sube un conjunto musical. ¡Al fin! Quedamos pocos pasajeros, se han ido desgranando a lo largo del recorrido, estamos cerca de la parada final. El grupo canta boleros y nos alegra el trayecto. Me levanto para bajarme, con gusto les daré algo y oigo: señores, ya disfrutaron de las canciones, lo que sigue es un asalto.