Cualquier parecido con la situación actual no es coincidencia. En veintitrés años, entre 1925 y 1948, el Ecuador tuvo veintisiete gobiernos. Los hubo de todos los tipos y para todos los gustos, desde dictaduras militares o civiles hasta presidentes elegidos por votación popular, pasando por encargados del poder y personajes que ejercieron la primera magistratura por decisión de diversas asambleas pomposamente llamadas constituyentes. No faltaron las guerras civiles con centenares de muertos, ni las refundaciones con inocente optimismo. Para completar el panorama, el populismo inició en ese momento su larga y nunca acabada presencia en la escena política nacional.

Con excepción de la cuota de sangre –que felizmente ha sido baja en el presente, a pesar de que el dictócrata trató de incrementarla–, todo lo demás se parece demasiado a lo que estamos viviendo como para mantener algún grado de optimismo. Aunque generalmente se ha señalado como punto de partida de aquel largo periodo de inestabilidad a la crisis cacaotera y al desastre bancario producido fundamentalmente por el manejo arbitrario y voraz de sus propietarios, resulta claro que las causas estuvieron en las zonas profundas del régimen instaurado por la Revolución Liberal. La verdad es que después de ahogarse en las contradicciones internas, solo le quedaban como garantías de vida el fraude electoral y la exclusión sistemática de sus oponentes. En esas condiciones era imposible que pudiera sobrevivir. El problema fue que cuando le llegó la hora lo único que existía como alternativa era un enorme vacío. De ahí en adelante, el país se puso a experimentar y en eso se le fueron las mismas dos décadas y media que muchos países del continente aprovecharon para cambiar su modelo económico y comenzar un proceso de desarrollo que pronto arrojó sus frutos. Marchando en el propio terreno, civiles y militares, izquierdistas y derechistas, revolucionarios y conservadores se entretuvieron hasta que el azar acudió al rescate.

Sería exageración decir que hemos llegado a ese punto, pero no se puede negar que todo indica que estamos al comienzo del proceso. Un régimen político y un modelo económico han hecho crisis también en esta ocasión, las instituciones se han pulverizado hasta volverse inservibles, los gobiernos se posesionan únicamente para tratar de sostenerse –pero ni eso les funciona– y, de la misma manera que en aquella época, cualquier personaje público que se respete dice tener la fórmula mágica frente a amplísimos sectores dispuestos a escucharle, a creerle y a votar por él.

Ya llevamos diez años de este drama-comedia y lo único que aparece claramente es que ahora también solamente existe el vacío como alternativa y como futuro.
No hay una sola propuesta medianamente estructurada sobre los temas centrales del país, pero eso sí podemos discutir hasta el cansancio sobre las posibilidades de una elección remota que, para marcar las diferencias históricas, ha venido a sustituir a los golpes de Estado y las asonadas de entonces. Si es verdad que la historia se repite, entonces habrá que sentarse a esperar hasta que el azar derrote al vacío.