Los economistas tienen varios defectos, pero sin duda el más llamativo es su manía por emplear un lenguaje que nadie entiende. No se trata de un vicio inocente; su objetivo es que los ciudadanos de a pie no opinemos, para que el manejo de nuestra calidad de vida quede en manos ajenas.

Los grandes debates económicos, sin embargo, son relativamente sencillos de entender, comenzando por el más elemental de todos: ¿Qué es la economía? ¿Para qué sirve?

La economía son los diferentes sistemas con que las sociedades humanas han tratado de resolver la terrible contradicción que existe entre nuestras necesidades, que no cesan de crecer, y los escasos medios materiales que tenemos a nuestra disposición para satisfacerlas.

Todos necesitamos alimentarnos, guarecernos, educarnos, prevenir enfermedades; pero los medios para lograrlo no son de libre disposición: debemos producirlos y distribuirlos. Y no siempre lo hemos hecho de la mejor manera. La mayor parte del tiempo (en los albores de la especie, sobre todo) lo único que conseguimos fue una terrible escasez, pero quizás en esos momentos fue cuando más equitativos fuimos. También ha habido épocas de enorme abundancia, pero es entonces, paradójicamente, cuando más injusto ha sido el reparto de esos bienes.

En todo caso, desde que la civilización existe, las decisiones económicas las han tomado dos entidades distintas: el Estado y el mercado.

Si dispusiésemos de una vara para medir su reinado, encontraríamos que las civilizaciones que más se prolongaron en el tiempo (Egipto, China, Mesoamérica) se caracterizaron porque las decisiones económicas las tomaba un Estado absolutista e intolerante. No necesito contarles lo terrible que era eso de depender de la buena voluntad del emperador y su burocracia para que los hijos de uno tengan qué llevarse a la boca.

El mercado fue un mecanismo marginal hasta hace quinientos años, cuando Cristóbal Colón le abrió las puertas al comercio mundial y se comenzó a imponer el capitalismo. Tampoco necesito narrarles lo que han pasado los pueblos del mundo desde que las manos invisibles de las transnacionales lo resuelven todo.

El dominio del mercado se acentuó en las últimas décadas, cuando el fracaso de la economía estatizada de la ex Unión Soviética le dio fuerza al neoliberalismo, una doctrina seudocientífica que sostiene que el mercado, solo el mercado y nada más que el mercado, es capaz de tomar las decisiones económicas correctas. Ustedes conocen el resto de la historia: el neoliberalismo fracasó en Bolivia, Argentina y  Corea, y hoy en todas partes se busca un modelo distinto.

En nuestro país observamos desde entonces una tendencia a darle de nuevo alguna participación al Estado: Jaime Nebot ha propuesto que el Estado subsidie la formación de  industrias tecnológicas; y Rafael Correa, que invierta en salud y educación.

¿Medidas así son la base para una nueva economía? De ningún modo. Son parches que nos vendrán muy bien, pero que no resolverán los problemas de fondo. El Estado y el mercado demostraron ya su absoluta incapacidad para organizar la producción y distribución de bienes. Ahora le toca el turno al pueblo, a los ciudadanos, los únicos que pueden decidir de manera racional y democrática qué producir y cómo distribuirlo.
El Estado y el mercado seguirán cumpliendo un papel importante, pero cada vez más marginal. Aunque Nebot y Correa, la derecha mercantil y la izquierda estatista, no lo sepan ni lo imaginen.