El paso de Rafael Correa por el Ministerio de Economía significó dos modificaciones profundas en las políticas económicas del país: reinterpretar la relación de la economía con lo social y abrir el horizonte de miradas hacia fuera, ya no únicamente en dirección al Fondo Monetario Internacional, sino hacia los propios financiamientos regionales. Los dos pasos, naturalmente, desconcertaron a la ortodoxia que ha estado, además, históricamente vinculada a la burocracia financiera internacional, al mismo tiempo que fueron pasos que encarnaron riesgos, como ocurre con todo cambio profundo.

Tradicionalmente y particularmente desde los tiempos de las profecías de Alberto Dahik, los economistas ortodoxos han repetido la misma torpeza: la mejor política social es una buena política macroeconómica; y la consecuencia ha sido una degradación, año tras año, de los recursos dedicados a la política social.

Por eso Rafael Correa los llamó “contadores”, porque su rol no ha sido otro que hacer cuentas para cumplir al día con las exigencias de las multilaterales. Han cuidado con celo –no se les puede negar ese mérito– los intereses ajenos, como lo hace un buen contador con la plata de su patrono, sobre todo cuando se trata de introducir modificaciones en la gris y tediosa rutina de una empresa. Pero pensar las políticas económicas poniendo por delante el desarrollo social es otra cosa, aunque insisto, encarna riesgos a corto plazo y rupturas en las relaciones internacionales.

¿Que hubo audacia en el intento? Evidentemente, pero en el futuro será difícil pretender que solo existe una receta posible: la de los contadores públicos.

Igualmente, es posible pensar que sí existen formas de obtener financiamientos externos y venta de bonos sin la bendición del FMI.

Personalmente, encuentro pocas miradas más tristes que las de aquellos a los que el pragmatismo les ha acabado provocando telarañas en los ojos, y no pueden ver con otra perspectiva que cerrar el año con los números cumplidos.

Fanfarrón le llamaron a Correa. Personalmente prefiero a alguien que, en su estilo, provoque la impresión de fanfarronería, que a aquel que practica la constante mojigatería para que nada cambie, para que los negociantes del gas o del petróleo vinculados a partidos políticos o a multinacionales sigan siendo los mismos, y los tenedores de papeles de deuda sigan dictando las políticas públicas.

Cuánta ternura me produjo el presidente Alfredo Palacio confesando cándidamente que pidió un informe y le llegó una renuncia.

Personalmente, no le creo. Y el silencio de su “círculo oscuro” no es más que la confesión del papel que jugaron, buscando la caída de Correa y de Carlos Pareja.

¿Quién gobierna en Carondelet?, me pregunto. ¿Existirán, en verdad, los fantasmas de los que hablaba Bucaram, ahora encarnados en asesores, empleados nacionales de las petroleras y especuladores de la deuda externa? ¿Le permitirán, los fantasmas, continuar a Magdalena Barreiro el profundo giro que está ocurriendo en la política económica? Ahora, me imagino, ya no podrán esgrimir la muletilla de los excesos verbales de Correa.