Les pregunté a los alumnos de dos universidades particulares donde doy clases desde cuándo el país es una República; nadie en clases de 50 alumnos sabía la respuesta. Tampoco tenían claro cuántas provincias componen el Ecuador y cuáles son sus capitales. Y cuando les pedí hacer un mapa dibujándolas encontré que Carchi y Azogues eran vecinas, que Guayas limita con Loja y algunas otras respuestas interesantes, como sostener que los tres poderes del Estado ecuatoriano son el poder Judicial, el Tribunal Supremo Electoral y el poder de la gente…

Cuando intenté saber si conocían su ciudad y la provincia, igual desfase se produjo. Conocen los centros comerciales, no los barrios ni los mercados populares, no tenían experiencia de subirse a un bus y de los peligros que acarrea…, sí de las congestiones de tránsito. De la provincia conocen muy bien la Ruta del Sol. Tampoco sabían dónde vive la persona que ayuda en su casa en las tareas domésticas, no tenían claras sus necesidades familiares, cuánto gana, ni cuántos miembros de familia son.

Los alumnos se sintieron avergonzados de su ignorancia y dispuestos a conocer a su país desde dentro, desde la gente que lo habita y la geografía que lo modela.

Cuando hablamos de refundar el país, surge la pregunta: ¿de qué país se trata?

Se insiste en una Asamblea Constituyente, en un país que ya ha tenido 19 constituciones con un promedio de 9 años de duración, aunque algunas solo han durado un año, y la que tiene el récord de resistencia duró 23, todas las veces con la esperanza de que esa vez sí se lograría el país anhelado. La experiencia parece mostrar que las constituciones no son garantía de cambios positivos.

No son las leyes las que dan identidad a un país, este requiere de un proyecto y opciones comunes. Las leyes surgen para regular la vida, la convivencia. No son su origen, sino su consecuencia. Enamorarse del país y de su gente requiere conocerlo. Sentirse parte de él, amarlo. Supone conocer el olor de la tierra mojada, de la hierba del campo y el salobre del mar, el frío seco del páramo y el olor de la lana de las ovejas, oír el susurro de las aguas corriendo en los valles o el estruendo de las cascadas, la nieve de los volcanes y la verde lujuria de los paisajes costeños, el olor del eucalipto en el pan recién horneado, o el tostado del maní, la sal prieta y el café recién pasado.

Ecuador tiene una ventaja que a veces se toma como una dificultad. Dos climas, dos calendarios educativos distintos, según sea Costa, Sierra u Oriente. ¿Por qué no incorporar como parte del pénsum educativo del último año de secundaria, en una suerte de conscripción cívica de un mes, que los estudiantes de la Costa vayan a vivir con familias de la Sierra, de todos los niveles sociales, entre julio y septiembre, y viceversa para los de la Sierra, entre enero y marzo? Compartir el día a día de las familias, sus costumbres, sus dificultades, sus modismos al hablar, sus ratos de esparcimiento. No requeriría mucho, pues se trata de compartir lo que se vive. Sería un privilegio con carácter obligatorio. Se necesita para lograrlo una movilización de todos, del Ministerio y las autoridades educativas, pero sobre todo de los que abren las puertas de su casa y de su vida a alguien que solo se parece a sus hijos en la edad que tiene. Del que llega y su familia, que debe dar el salto de la confianza. Pues a partir de los hijos son las familias que se encuentran. Para el huésped los primeros días serán de desconcierto hasta adecuarse a otras maneras de vivir. Todos saldrían enriquecidos del intercambio, los padres cansados pero seguramente contentos y el país tendría otra cara, una alegría profunda de experiencias compartidas. La geografía tendría los rostros de la diferencia conocida, querida, respetada.

Esos encuentros podrían ser los cimientos en la construcción del país que vislumbramos.