Parece que no. A lo sumo habrá un retoque cosmético. Pero una reforma seria y profunda no parece que se dé. Salvo que sucedan circunstancias extraordinarias.

El juego está claro. Primero que el Gobierno se vaya desgastando. A fuego lento.

Atrapado entre su débil legitimidad y la apatía ciudadana, van a dejar que siga rodando por la pendiente cansancio y aburrimiento. Mientras eso sucede, el Congreso va a esmerarse en ser él, no el país, no el Ejecutivo, no los “forajidos” (¿dónde estarán?...) quien trace la cancha dentro de la que una eventual reforma política podría darse. Y si esto sucede, entonces habrá una reformita por aquí y otra por allá. Terminado el asunto.

Una reforma que haga que el voto sea obligatorio solamente para reformar la Constitución; que elimine al Vicepresidente; que permita el voto a los militares; y que no prohíba la reelección presidencial inmediata, sería impensable para los patrones del Ecuador. Eso jamás. Una reforma que nos lleve a un sistema parlamentario para que salgan de la sombra quienes nos gobiernan realmente; que establezca la doble cámara; que haya en el Senado representantes elegidos democráticamente; y (para discutirlo) una presencia de grupos étnicos. Eso imposible, mi señor. Los patrones del Ecuador no lo permitirían nunca.

Una reforma con la que se elija a los diputados en la segunda vuelta; que la cámara baja se elija de acuerdo a una fórmula distrital de mayoría, en provincias de más de un millón de habitantes; que no existan diputados suplentes; que haga que si un partido pone menos de diez diputados en la cámara baja, no solamente queda eliminado como partido sino que los escaños que logre poner los pierda a favor de los partidos de minoría relativa; y que se permita a los ciudadanos la revocatoria del mandato a los diputados y al Presidente. Eso ni en sueños. Sería el fin de la República. Una reforma que obligue a democratizar a los partidos internamente obligándolos a tener primarias abiertas; a renovar sus directivas; y a reinscribirse. Eso es impensable.

Una reforma que elimine al Tribunal Constitucional y que concentre el control constitucional en la Corte Suprema; que haga que la Corte no tenga sino 17 magistrados a lo sumo; que no existan conjueces; que en los juicios de fuero de Corte, estos se hagan como lo propuso hace poco el Ejecutivo; que obligue a asignar el 5% anuales de los ingresos del Presupuesto General del Estado; que otorgue discrecionalidad a la Corte para conocer o no recursos de casación cuando la instancia ha sido ya ratificada por la apelación. Una reforma como esta jamás pasaría. Menos aún una reforma que establezca una Comisión Electoral Nacional como un organismo técnico y no partidista. Eso es demasiado. Y no se diga una reforma global que lleve al Ecuador hacia un Estado autonómico, el primero de América Latina.

Nada de esto va a pasar. Salvo que pasen cosas extraordinarias. El fantasma gris del hastío puede hacer milagros.