Se pregunta a J.K. Rowling por las vicisitudes de Harry Potter cuando ella todavía está escribiéndolas o probablemente decidiéndolas; se aspira a ver el King-Kong de Peter Jackson cuando este aún lo está preparando...

El pasado 7 de julio, día de los atentados de Londres, me pidieron de un periódico neoyorquino, a través de mi agente literaria (yo estaba fuera de Madrid), que escribiera algo al respecto. Aunque tenía la intención de dedicar a otras tareas esa semana de alejamiento, accedí, dadas las circunstancias. Como en los Estados Unidos son seis horas menos que en Europa, y la pieza no iba a ser publicada hasta tres fechas más tarde, no había una urgencia enorme. Al cabo de diez minutos de mi aceptación, sin embargo, me volvió a llamar mi agente para preguntarme, de parte del diario en cuestión, si podía avanzarles el contenido de mi artículo. Tras un momentáneo arrebato de irritación y estupor (“Lo sabré cuando me ponga ante la máquina y lo escriba”, estuve tentado de contestar), zanjé el asunto anunciando que sería más o menos “elegiaco”. Y cuando estaba terminado el texto, aún recibí otra llamada interpuesta, inquiriendo cuándo podría enviarlo. En cierto sentido, los interesados en que escribiera algo me estaban impidiendo escribirlo con sus interrupciones, sus prisas y sus afanes por saber de antemano lo que ni yo mismo sabía.

No es solo en América. Vengo observando este tipo de impaciencias irracionales desde hace tiempo, y en todas partes. No sé si se debe a la celeridad actual de las comunicaciones, que lleva a mucha gente a olvidar que las personas no podemos actuar con la misma inmediatez que los móviles, los e-mails y hasta los faxes. Pero cada vez es más frecuente que todo quiera saberse y tenerse antes de que se conozca o exista. Se piden opiniones que aún no han sido meditadas ni formadas, se pregunta por proyectos y planes aún no hechos, por el sexo de los bebés no nacidos y los embarazos no producidos, los libros no escritos y las películas no concebidas, menos aún rodadas y montadas. Se pretende ver imágenes de lo aún no fotografiado ni sucedido, conocer el contenido de lo que no es más que una idea vaga en la cabeza de un artista, la música no grabada ni interpretada ni casi tampoco compuesta. Se pregunta a J. K. Rowling por las vicisitudes de Harry Potter cuando ella todavía está escribiéndolas o probablemente decidiéndolas; se aspira a ver el King-Kong de Peter Jackson cuando este aún lo está preparando; se interroga a Pérez-Reverte por la muerte de Alatriste cuando el autor talvez ni siquiera ha resuelto si darle muerte o mantenerlo vivo.

Pero la cosa no termina aquí, sino que yo la veo unida a una creciente incapacidad, por parte de demasiadas personas, para aceptar los hechos cuando no son como ellas desean. Como si la negación de la realidad, o su incomprensión, fuera en aumento cuando la realidad nos contraría. Es como si se hubiera generalizado y hecho literal aquella antigua frase de las novelas y las películas: “No aceptaré un no por respuesta”. Durante la interminable agonía del anterior Papa (bueno, más interminables fueron sus exhibicionistas pompas fúnebres), en varias ocasiones vi la reacción de peregrinos de visita en el Vaticano en aquellas semanas. Una señora española, por ejemplo, decía a la cámara con gesto de perdonavidas: “Bueno, en fin, pues si está enfermo, qué se le va a hacer, lo comprendo. Pero la verdad, ya que he venido hasta aquí podía haberse asomado al balcón, aunque fuera un segundo”. Se notaba mucho que a esa señora le traía sin cuidado la salud del Papa, lo único que le importaba era poder contar a su regreso que lo había visto, y sin duda fotografiarlo con un buen zoom desde lejos. Tengo una conocida que, tras una complicada operación de rodilla, lleva tres meses sin poder apoyar el pie en el suelo; pero hasta sus mejores amigas parecen no comprender la situación ni aceptarla: la llaman para salir, y al explicarles ella por enésima vez su imposibilidad hasta para ir al cuarto de baño, se encuentra con que es como si no la escucharan. “Bueno, ya está bien, ¿no? Cómo no vas a poder salir después de tanto tiempo. Pero si es aquí al lado de tu casa, donde hemos quedado”. Hay una progresiva resistencia a encajar los reveses, por mínimos que sean, a admitir que las cosas se salgan de lo normal o fallen, a aceptar la fuerza mayor y las imposibilidades. Más de una vez, cuando no he podido atender tal o cual petición de una institución o una revista, me he encontrado no solo con gestos y voces adustos ante mis disculpas, sino también con represalias más o menos encubiertas (por ejemplo, la revista “desairada” ha optado por no hablar de mis libros, de los que escribo o edito). Y, desde luego, a casi nadie se le ocurre pensar que a uno pueda no apetecerle o interesarle lo que se le propone. Estoy convencido de que no anda lejos el día en que, cuando se le solicite algo a alguien que acaba de morir –a través de su agente–, y esta dé la noticia de la imposibilidad por fallecimiento, los interesados no lo entiendan del todo e insistan: “Ya, ¿pero no podría hacer una excepción con nosotros?”.

© El País, S. L.