Como nos recordaba el evangelio el anterior domingo, la muerte del Bautista golpeó a Jesús muy duramente. Y no tanto porque se trataba de su primo y del anunciador de su venida, sino porque le habían degollado malamente: por orden de un monarca sucio.

Jesús quería estar a solas con su Padre Celestial. Deseaba agradecerle por los panes y los peces y quería sumergirse en su oración.

Pudo hacerlo con tranquilidad hasta la madrugada, cuando los vientos se tornaron agresivos. Entonces se volvió hacia el lago y divisó la barca con los suyos.

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Y al ver que se encontraban sacudidos por las olas, se decidió a ayudarles de manera prodigiosa: “fue hacia ellos – nos cuenta el evangelio – caminando sobre el agua”.

La visión en plena noche de un sujeto caminando sobre el agua asustó a los doce. Y pensando que el acuático caminador era un fantasma, trataron de espantarle a puro grito. Mas la visión les contestó:

“No teman. Soy yo”.
Pedro entonces quiso demostrar que se le engañaba fácilmente a él. Y con atrevimiento poco racional, retó al poco visible engañador: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua”.

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Pero el supuesto embaucador le puso entre la espada y la pared.

Porque al decirle “ven”, el pescador de Galilea no tuvo más remedio que desembarcar para evitar quedar como un cobarde ante los otros.

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Pedro marchó viento en popa, pisando decididamente el agua, mientras su fe le sostuvo. “Pero al sentir la fuerza del viento – nos explica el evangelio con sinceridad total - le entró miedo, comenzó a hundirse y gritó: ¡Sálvame, Señor!”.

Jesús entonces le tendió la mano y le salvo de hundirse. Luego le inquirió de modo inolvidable: “Hombre de poca fe ¿por qué has dudado?” (Cf. Mateo 14,22-33).

Cuando medito en el poder de Pedro para entorpecer la acción de Dios, me pregunto qué resulta más extraordinario: si el poder de nuestro Dios que endura el agua, o el poder de la antifé que impide a Dios endurecer el agua.

Y siempre acabo igual: pidiéndole al Señor que mate en todo el mundo la antifé.

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