Leo en una columna veraniega de un diario español que la autora ha decidido “ser feliz el mayor número de horas del día”. Y acuso el golpe. ¡Vaya decisión, digna de un frondoso dietario espiritual, de una lista de buenos propósitos de año nuevo! Y como lo dice cumpliendo todas sus obligaciones laborales mientras los compañeros se han ido al sagrado verano europeo, lo tomo un poco en serio.

¿No es dueña de su tiempo y es feliz? ¿Un jefe le impone decisiones y consigue mantenerse férreamente en su proyecto? El texto rezuma energía, ingenio, optimismo. Entonces, me pongo en plan abierto y le creo. Podría tratarse de una “mentira verdadera”, como las de la literatura, que van por un sentido cuando se vive en otro muy diferente. Yo, nada más, me pongo a pensar en cómo debería vivir un ecuatoriano de hoy para seguir el buen ejemplo de la periodista.

Generalizar es imposible. Debo construir mi alegoría por encima del cordón de pobreza, es decir, del 60% o más de habitantes del país, atenazados por la reducción y la necesidad. Alguien me reprochará mi pesimismo con el argumento de que la pobreza no está, necesariamente, reñida con la felicidad y se acordará de esas imágenes edulcoradas donde pacíficos pobladores, viviendo en casitas de condiciones precarias se miran con amor y se acomodan a sus carencias. Pero en la realidad, la pobreza tiene rasgos de identidad fija: vivienda en barrios alejados de todo servicio, educación paupérrima, salud sostenida en la cuerda floja del azar (que no se requiera acudir a un centro público)… la lista es mucho más larga.
La primera conclusión podría ser que aquel que dependa de los servicios del Estado –esos que pomposamente la Constitución de la República ofrece como derechos–, parece condenado a la infelicidad.

Por tanto, el ligero análisis tiene que estrechar el espectro y tomar rumbo espiritualista. Tiene que referirse a las personas que se sostienen en el mediano pasar de un trabajo seguro y estimulante y de mínimas comodidades funcionales para poder hacer caso de sus disposiciones sicológicas hacia algo menos tangible. Para poder hacerle caso a las demandas que emergiendo desde dentro emplean otros lenguajes. Identificar qué nos hace sentir bien y contar con esos medios al alcance de la mano es uno de los tesoros de la sabiduría y de esa cadena de coincidencias que se mueve al margen de nuestra voluntad (unos dicen que todo está trazado y alguien quiere o no que seamos felices; yo me mantengo en mi escepticismo y me dejo llevar por los intrincados hilos del azar).

Lo sorprendente es que la felicidad o su ausencia siempre parece ligada a otras personas. El núcleo de afines –familia, amigos– es fundamental para sentir que contamos con un cerco que participa de lenguaje, ideología, afectos cercanos y parecidos. Y se van escalonando: la singularidad que el amor pone en una persona concreta y la eleva a condiciones excepcionales sin perder su raigambre terrenal y falible; la alegría, el juego, los ideales, la pasión espontánea que exige luego deliberado cultivo, la capacidad de percibir la belleza, la solidaridad por los que sufren, las metas claras y conseguibles, los sueños aunque sea en su talante inalcanzable; salud para moverse por el mundo. ¿Me quedo corta? Tal vez. Pero que la ambición no enturbie la diáfana inclinación a ser feliz. Y que el Estado nos sostenga en nuestro vital derecho a transitar con sentido y armonía por la vida.