El TLC no parece ser otra cosa que una estrategia yanqui para prevenir la enorme competencia industrial que ya le están haciendo la Comunidad Económica Europea –comenzando por Alemania–, por el este y China y Japón, por el oeste.

El TLC asegura un mercado fijo y permanente para las corporaciones agroalimentarias: semillas, maquinarias, insumos. La alimentación de las masas empobrecidas escapa de ser una política de Estado para convertirse en simple transacción del libre mercado. Los aranceles desaparecen para que tengan la puerta abierta los productos subsidiados del Norte. Y, con el Tratado de Propiedad Intelectual se le hace un jaque mate a nuestra asombrosa biodiversidad, permitiendo el robo legal del conocimiento ancestral de las comunidades campesinas, aborígenes, que verán a las empresas farmacéuticas monopólicas sostener patentes sobre nuestra riqueza natural y encima de eso tendremos la humillación y el dolor de pagarles regalías.

No hay una agenda nacional para negociar el TLC. Rigen los intereses particulares de un puñado de grandes importadores y exportadores que saben que a ellos sí les conviene. La Constitución de la República deberá ser cambiada para que las grandes empresas tengan todas las seguridades jurídicas en sus disputas con el Estado, con lo que este queda reducido a su mínima expresión, sometiéndose a los arbitrajes internacionales todopoderosos. Dentro de este espectro, los postulados ecologistas son anatematizados como una blasfemia en contra de la lógica del capital internacional.

Publicidad

Carlos Lasso Cueva
Guayaquil