El 31 de julio el Editorial de EL UNIVERSO aborda el tema de pandillas y delincuencia, y como es un tema en el que algunos me atribuyen la calidad de experta, voy a permitirme abordarlo de manera muy directa.

No me considero experta. Cuanto más conozco, más siento que me falta mucho por comprender. He estado en los lugares más inverosímiles de esta ciudad,  en los recovecos donde otros no se atreven a ir. Siempre me han tratado con consideración y respeto. He participado en sus reuniones, bailes; sé de las armas que poseen y de las actividades que realizan.  No es el momento de entrar en las causas, pero estamos frente a un proceso que lleva a jóvenes, de ambos sexos, a estar armados sin ser soldados, a herir y matar sin estar en guerra. En promedio, a los 13 años y medio, el 50% de los más de 40.000 jóvenes involucrados en estos grupos ya ha utilizado armas. Y estoy  convencida de la posibilidad de revertir esos procesos. El 100% de los que han sido encuestados no quieren que sus hijos pertenezcan a esos grupos y la mayoría aspira a tener la posibilidad de un trabajo.

Está demostrado que la mayor presencia policial y militar en las calles de Guayaquil no ha bajado el índice de delitos de los que los pandilleros, sin ser los únicos, participan. No solo eso. La delincuencia ha extendido sus actividades a cantones vecinos en un fenómeno de dispersión que experiencias similares en otros países ya habían anunciado. Hay que parar de manera urgente esta espiral de violencia.

No podemos delegar solo a policías y militares para hacer frente al problema. Hacen falta educadores y psicólogos, médicos y salubristas, artistas y comunicadores, administradores y empresarios, policías e investigadores, religiosos y conflictólogos... Sobre todo, hacen falta políticos con visión de país, que puedan destinar recursos, en una inversión altamente rentable, pues permitir mejorar la calidad de vida, partiendo desde los jóvenes en riesgo, es un bien no solo económico sino afectivo, cultural y social, que repercute en la autoestima personal, familiar y colectiva y contribuye a hacer una sociedad segura, participativa y alegre.

En el 2000 Guayaquil fue declarada, por las Naciones Unidas, Puerto de Paz. En julio del 2002, para las fiestas de Guayaquil, 12 agrupaciones de pandillas firmaron un compromiso con la ciudad en el parque Seminario. Fueron testigos: Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz; el Dr. Roberto Hanze, entonces gobernador; y otras autoridades. Entre otras cosas decían: “Queremos ser parte de la solución, no solo de los problemas. Queremos terminar con la violencia. Los líderes nos comprometemos a capacitarnos para formar en la paz a los miembros de nuestras organizaciones. Estamos dispuestos a dialogar y colaborar con las iniciativas de las autoridades. Pedimos a la comunidad que nos ayude. A los empresarios que creen plazas de trabajo para los jóvenes. Queremos recibir cursos de capacitación. Reconocemos que nos hemos equivocado, que en muchos casos hemos hecho daño a las personas que nos rodean y también hemos sufrido mucho. Sabemos que pedir perdón no va a cambiar lo que ya ocurrió. Nos queda comprometernos y demostrar que seremos capaces de dibujar una sonrisa y llenar un corazón de alegría donde antes no lo hicimos”.

Lo que fue una declaración se ha ido precisando. Varios grupos están elaborando sus objetivos y metas para convertirse en movimientos juveniles legales. Y han hecho una propuesta interesante. Por cada tres beneficiarios de sus grupos que reciban capacitación laboral y/o personal y ayuda para poner en marcha sus microempresas, ellos entregan un arma. ¿Hay alguna autoridad del Estado que acepte el desafío y permita negociar para que la propuesta se convierta en hechos?