Hay recuerdos que han logrado calar para siempre en nuestro espíritu, sin que ningún otro los haya podido borrar. Entre los míos se encuentran los de mi madre cuando fue maestra nocturna. La escuela estaba al norte de Guayaquil y yo tenía unos cinco años de edad. Íbamos y veníamos en tranvía. Durante la ida hacia la escuela, yo saltaba en brazos de la madre complaciente, y al regreso luchaba por emerger de las olas del sueño, arrullado por la campanilla del carromato eléctrico.
Seguro que allí nació mi devoción por el magisterio y mi rechazo a los olvidos y desamores que le prodiga el Estado.

Talvez por ello me duele tanto la emergencia triste que enfrentan las escuelas de la noche, en trance de desaparición, cerrando sus puertas por falta de alumnos. Su situación extrema, que pudiera compararse con la del condenado a muerte.

Este final trae consigo una paradoja que movería a risa si no inclinara al llanto.
Todos los ecuatorianos coincidimos que hacen falta más escuelas, pues solamente la educación podría sacarnos del subdesarrollo, la dependencia y la miseria. Pero en vez de multiplicar los centros educativos fiscales, barremos con los que tienen mayor trascendencia social, mayor proyección popular.

Las escuelas nocturnas nacieron como respuesta a una necesidad social. Un gran sector de niños de nuestra ciudad se queda al margen del estudio porque la pobreza obliga a los menores a trabajar. No hay lugar para ellos en sus hogares si no aportan económicamente al sustento de la familia.

Pese a prohibirlo la ley, numerosos menores trabajan en tareas domésticas y artesanales de las ciudades así como en labores agrícolas del campo. En este último terreno es donde se explota en mayor escala su fuerza de trabajo y se expone a los organismos del pequeño a mayores exigencias y riesgos de salud.

Para ellos y también para los adultos que estaban al margen de la educación, nació la escuela nocturna. Pero su crisis mayor no es de hoy, sino que venía arrastrándose desde hace varios años, a causa del desamor con que la han tratado los poderes públicos. En vez de brindarles el trato preferencial que merecen, olvidaron el mantenimiento de sus locales y aulas, a las que no dotaron de material educativo acorde con el avance de la ciencia y la técnica y olvidaron al alumno y sus necesidades básicas de recibir un alimento gratuito en el curso de su jornada extraordinaria de esfuerzo. Pero no todo ha sido indiferencia ante el cierre de numerosas escuelas por falta de estudiantes. Los maestros han hecho y siguen haciendo lo posible por recuperar el alumnado perdido. Ahora, el Estado tiene la palabra. No debe perderse sin pena ni gloria una institución tan importante como la escuela nocturna.