Me gusta caminar por las calles y parques de la ciudad, no solo por aquello de estirar las piernas o por el tan valioso ejercicio físico que tanto provecho hace a nuestro corazón, sino especialmente por toda la experiencia de descubrimiento y de sorpresas que hay en esta aventura.

Caminar por las calles, por la 9 de Octubre, por ejemplo, entraña un laberinto de pitos, carros, gente que cruza a deshoras y calles que se acortan de lo tan estrechas que resultan tanto para el vehículo como para el peatón. Pero en cambio mirar atentamente los rostros de la gente que cruza, va y pasa, es una experiencia sobrecogedora, porque nos anuncia el material de que están hechas las emociones y la vida. La gente que sale apurada del trabajo, con su infelicidad a cuesta, con su amargura o fugaz alegría retozando en una mueca, la gente de ojos grandes, miradas insatisfechas, actitudes alertas y desconfiadas, examinando la realidad como un perro olfatea el rastro del enemigo, la gente que camina sin ver, a largos trancos como si en ello se le fuera la vida, gente ansiosa, gente de prisa; otros en cambio, muy pocos, van mirando, experimentando, despacio pero firmes, con el mismo placer con que se disfruta un helado; de vez en cuando es posible tropezarse con algún loco aferrado a su propia realidad, tan cerca pero tan lejos de nosotros con su aura de soledad y desconcierto. Otros transeúntes van en compañía, ríen fuerte y desconciertan a los cercanos como si de repente sonaran campanas; niños vendedores en las calles, niños con mirada de viejo y astucia aprendida en el abecedario de la vida; vendedores informales que compiten entre sí para vender al viandante un vaso de cola, un lápiz, un caramelo y es posible obtener de ellos una sonrisa en la que brillen los espacios vacíos de su dentadura. Y de tanto caminar de sur a norte y dibujar el mapa geográfico de los rostros, de repente darnos de narices con el hermoso Malecón del Salado en donde los estudiantes que salen de la universidad, conversan o repasan sus tareas, son los faros que iluminan este bello escenario; respirar la brisa del Salado, el aire húmedo de las plantas mientras se escucha la conversación cimbreante, llena de vida, de rondas de jóvenes que ríen abiertamente o que repasan casi en voz alta sus tareas con la misma convicción con la que luego sostendrán una plática sobre política o música con sus compañeros. Subir por el puente y acercarse hasta el área recreativa de los niños, quienes acompañados de sus padres juegan y ríen con la más pura y divina alegría, mientras algunos ancianos, quizá abuelos, siguen atentamente sus pasos, beben sus gritos y chillidos de felicidad y allí una comprende por qué se dice que la curvatura de la realidad acerca a los niños y a los viejos. Más allá en el Paseo de los Escritores comienzan los manglares, hermosos y esbeltos con sus raíces aladas, identidad del Estero, botes navegan mansamente en sus aguas, mientras en las orillas algunos enamorados se juran amor eterno, y son los rostros que más me gustan porque están llenos de pasión y de fuerza, de un sentido de vida no mitigado por los pequeños dolores cotidianos, por los miles de alfileres de las frustraciones, porque en sus ojos, en sus miradas y en la manera cómo se abrazan dan testimonio de que la vida es buena, de que todo lo que pasa ocurre para nuestro bien y que la ciudad florece gracias a ese amor y a esa esperanza que nace en sus corazones.