Las actividades que se emprenden de cara al público se ganan juicios. Los ciudadanos ejercemos la palabra opinativa desde el más elemental derecho: asistimos, consumimos, criticamos. De allí que me parezca necesario analizar los inmediatos hechos de la cultura guayaquileña.
Los que escribimos en estos espacios de privilegio andamos por la vida con una antena siempre abierta, nuestros dialogantes lo saben y se explayan en contribuir con sus observaciones.

Por eso vale reparar en la reciente Feria Cervantina. Con la intención de sumarse a los homenajes que el mundo entero le ha deparado a la gran creación de la literatura española en sus cuatrocientos años de existencia, Arteamérica y el Municipio de Guayaquil sumaron esfuerzos para ofrecer un programa que entregara a la comunidad múltiples expresiones artísticas inspiradas en don Quijote de la Mancha. Los organizadores convocaron a un grupo de personas vinculadas con la cultura y conocedoras de la obra para buscar colaboración y apoyo al proyecto que lucía monumental. Formé parte del Comité de Honor y desde un comienzo propuse ideas para que no se perdiera de vista –entre los afanes por conseguir adhesiones y financiamiento– que se trataba de una iniciativa que tenía como base la fidelidad a un libro desafiante: una novela de la que todos hablan y que muy pocos han leído. Una novela maravillosa pero invitadora al trabajo y al análisis. Llamar la atención, masivamente, sobre sus inmortales contenidos exigía de una creatividad caudalosa y de un esfuerzo titánico.

Los asistentes nos hemos preguntado, ¿dónde estuvo el Quijote? ¿De qué manera expresa afloraron sus numerosas aventuras, sus ingeniosos parlamentos, sus incontables personajes, su sapientísimo refranero? ¿Acaso decir don Quijote de la Mancha no es aludir implícitamente a los molinos de viento, al hospedaje en las ventas, a la bodas de Camacho, al descenso a la cueva de Montesinos y mucho más? Los ocasionales retablos con actores novatos no fueron suficiente para siquiera insinuar, peor crear un clima histórico, una vivencia de antigüedad. El público dio vueltas entre quioscos de productos, escuchó escasas tertulias, vio una exposición de unas cuantas pinturas y si tenía paciencia podía apreciar algunas ediciones de libros guardadas detrás de vitrinas para constatar su antigüedad.
En el caso de querer mirar espadas antiguas tenía que pagar, sin previo aviso, un dólar más.

Por la noche, en ubicaciones poco cómodas y con repetidos problemas de audio, se ofrecieron conciertos.
Naturalmente, la obra cumbre fue El hombre de la Mancha, famoso musical ya representado por el grupo Arteamérica en años anteriores, bien cantado por ese trío oportuno que hicieron Bonelli, Pinto y Tironi en los papeles principales. La Sinfónica, los bailes españoles tuvieron lugar propicio en la semana, mas no, los pasillos ecuatorianos, si a coherencia temática nos apegamos. Algunos colegas de colegios me contaron que los grupos estudiantiles salieron defraudados del “tour cervantino” que les ofreció una complementación endeble a sus estudios sobre la obra.

Si alguien me arguye que “hacer cultura” en nuestro medio es tarea ímproba, concuerdo con la idea. Pero precisamente de eso se trata: de romper la chatura del horizonte del espectáculo, de concentrar esfuerzos por la originalidad y la calidad de la oferta. Y que la crítica bienintencionada, aportadora de la mirada ajena, nos caiga a todos quienes nos la merecemos.