El comité que prepara la selección de jueces para la nueva Corte Suprema ha elegido un ingenuo método de calificaciones y puntos que me recuerda mis candorosos tiempos de colegio y que desnuda la concepción numérica que los viejos dirigentes de partido nos han impuesto de democracia. En nuestro país, el Presidente, el Congreso o los jueces pueden hacer casi lo que les dé la gana si reúnen cierta cantidad de votos, de puntos, o de manos levantadas.

¿Es eso realmente democracia? Traigamos del pasado con una máquina del tiempo a alguno de los ilustres atenienses que cinco o seis siglos antes de Cristo encontraron la manera de que fuese el pueblo -y no los tiranos ni los aristócratas- el que gobierne, y les aseguro que nos contestaría que no.

Para comenzar, los atenienses casi nunca acudían a las urnas.
Las decisiones más importantes se adoptaban en asambleas, donde todos debían acudir para opinar y decidir. Las tareas de gobierno no eran voluntarias sino obligatorias. Ningún ciudadano se lavaba las manos de participar alguna vez en algún cargo público, y todos empuñaban las armas en caso de guerra.
De ese modo casi no había burocracia, y si bien los cargos principales los ocupaban los líderes políticos, de allí para abajo casi todo el Estado estaba abierto al ciudadano de a pie.

Ninguno de esos rasgos de la democracia ateniense sobreviven.
Lo único que se espera del ciudadano de hoy es que cada cuatro años se acerque a las urnas para que elija a su verdugo. Se ha dicho que esto es inevitable por el  crecimiento de la población, pero estoy convencido de que allí radica precisamente la causa de la crisis en que se halla envuelta la mal llamada democracia representativa en el mundo.

No veo por qué no podamos imitar en algunas cosas a los griegos, permitiendo que todos los ciudadanos tengan las puertas abiertas para intervenir en los asuntos de Estado. No veo qué sociedad sana podemos edificar si nuestra única obligación es votar una vez cada cuatro años y el resto del tiempo nos sentamos cada noche frente al televisor a ver cómo nos toman el pelo y se burlan de las promesas que nos hicieron. No sé a ustedes, pero a mí me gustaría que uno de mis vecinos, con el mandato de nuestro barrio, de vez en cuando se pudiese dar una vuelta por Pacifictel para ver qué es lo que están haciendo allí con nuestro dinero y por qué demonios el servicio es tan mediocre donde vivo. Si los ciudadanos de los barrios marginales tuviesen derecho para exigirle cuentas a Ecapag, les aseguro que el agua potable y el alcantarillado llegaría a muchos sectores que hoy ni sueñan disfrutar de esos servicios. Y no me cabe duda de que elegiríamos presidentes, diputados y jueces más eficientes y honestos si lo hiciésemos mediante colegios electorales conformados por representantes de asambleas de ciudadanos.

Para grandes males hacen falta grandes remedios. Pasar de una democracia representativa elitista a una democracia participativa real, no se alcanzará con una tímida consulta popular ni con cuatro modificaciones tibias a la Constitución. Hará falta mucho más. Así que sería conveniente que no dejásemos pasar mucho tiempo para comenzar.