La superficie de nuestro planeta lucía rota, las grietas de la corteza eran conocidas. Milton Hartz, jefe de la Unidad de terremotos de San Francisco dependiente del Observatorio Geológico de los Estados Unidos, reveló aquel 12 de agosto del año 2025 en la CNN que nunca se había detectado en la falla de San Andrés temblores inminentes a semejante distancia de la superficie de la Tierra. Dicha falla ostentaba anteriormente quince kilómetros de profundidad, veinte millones de años de antigüedad. Hartz recordó los sismos más mortíferos de la historia, añadió que la supervivencia del territorio norteamericano se hallaba amenazada, pues múltiples fracturas de las capas geológicas, con desplazamientos verticales, horizontales, oblicuos, se iban abriendo paso desde el Océano Pacífico hasta el Atlántico, desde Alaska hasta Florida anunciando un cataclismo geológico de incalculables proporciones. Podía desaparecer el continente en un tiempo imprevisible. Se recomendaba la evacuación de los trescientos millones de habitantes, incluyendo al 10% de inmigrantes.

Habría que devolver a su país de origen a quienes no ostentasen la nacionalidad norteamericana, luego se intentaría repartir los demás ciudadanos en diversos países del mundo.

La noticia, difundida por la prensa internacional, provocó histeria. Europa, Asia, Australia, las más remotas islas de Oceanía, estuvieron en la lista prioritaria. África, de limitadas perspectivas, fue descartada. Solo podrían volver allá los negros importados en siglos anteriores para faenas agrícolas, arrestos intempestivos, sesiones de jazz. Malcom X y Martin Luther King, ambos asesinados, volvieron a la primera plana de los diarios. En un mundo religioso que seguía hablando de un Jesús blanco, una Virgen María blanca, ángeles blancos, novias vestidas de blanco, quedó evidente que se daría atención especial a las caras pálidas.

El asunto se tornó peliagudo cuando la mayoría de las naciones exigió visa para sus eventuales inmigrantes. Por razones humanitarias se otorgó un derecho de residencia que no podía exceder los tres años. Rusia se dispuso a construir fortificaciones más largas que la célebre Muralla China. Unos “caza-ilegales” especialmente entrenados vigilaron las fronteras disparando a quienes pretendían cruzar ríos o desiertos. Los documentos personales, pasaportes, credenciales, caducaron en lapso prudencial. Ingresó en el diccionario el doble sentido de la palabra prairie woolf cuya equivalencia castellana podía ser “coyote”, ciudadano dedicado a proponer sus servicios para trasladar a los norteamericanos ilegales a tierras lejanas.

América del Sur, por su cercanía, fue elegida como destino por muchos estadounidenses. Desde Colombia, Venezuela, hasta Patagonia, se oyó hablar el idioma de Shakespeare. La cerveza Budweiser elaborada en México fue un éxito de exportación.
Crecieron por todas partes negocios de apple pie, pancakes, barbecue ribs. Jóvenes desocupados formaron nuevas pandillas.
Cuba otorgó asilo a un número reducido de ciudadanos, dando preferencia a quienes traían repuestos para los escasos vehículos clásicos de la isla: Chevrolet, Ford, Chrysler y Cadillac de los años cincuenta. Los guardacostas de Fidel Castro impedían la llegada de ilegales por vía marítima. El líder revolucionario tenía entonces 98 años. En sus discursos, limitados a un par de horas, insistía en que el porvenir lucía envidiable. Después de todo, la gente seguía creyendo en los políticos: la Tierra no dejó de girar.