Por muchos años subsistió en nuestro folclore la industria, al parecer casera, de los dulces de charol. El pueblo los bautizó así porque los charoles abundaban en la ciudad con sus dulces típicos, llevados en charoles de madera, de una vara o más de largo, por 30 o más pulgadas de ancho, y cinco o seis de profundidad.
 
Aunque por su apariencia y materiales los dulces parecían de manufactura casera, no han de haber sido tales, pues una sola familia no hubiera podido abastecer tantos charoles; pero lo cierto era que, ni uno más ni uno menos, todos los tipos de dulce eran idénticos y a precio igual.
 
Todos los vendedores eran muchachos de entre 14 a 16 años, nunca adultos. Llevaban el charol en la cabeza sobre un rollete y al hombro el burro plegable en tijeras, para estacionarse en sitios convenientes. Por la noche le añadían un farolito con vela de esperma para guía, aviso e indicarle al cliente los dulces al rato de la elección.
 
Cualquiera de los dulces costaban medio real y su elección al gusto. Había cajetas de manjar blanco, bocadillos, prestiños, alfajores, bizcochuelos tostados y nevados, elenas, galletas de París, cocadas de leche, dedos rusos (cocadas de raspadura), quesadillas, maníes nevados, trompadas, etcétera.
 
A medio cada uno; al escoger. Con dos reales tenían los pibes para un hartazgo sabroso, sano y nutritivo.
 
Tomado del libro Estampas de Guayaquil, reproducciones extraídas del Diario EL UNIVERSO (1950) por el Proyecto Rescate Editorial de la Biblioteca Municipal (2001).