Guayaquil es una ciudad nacida para ser amada con intensidad. No conozco que alguien odie o malquiera a Guayaquil, conozco a muchos que sí la envidian. Han pasado más de treinta años desde aquella fecha en la cual un grupo de alumnos, hoy hombres provectos, entre desafío y broma, hicieron que yo “jurara la celeste”, como carta de naturalización y como sello de identidad; antes de este hecho yo había sido ya subyugado por la belleza distinta y muy especial de esta urbe. La quise por su clima, por sus celajes, por sus inviernos; la volví a querer en las épocas frías, cuando el sol dormía con mayor pesadez; la quise en sus instituciones, en sus calles y recovecos; me cautivó su flora y la feracidad de su tierra; su gente ciertamente fue el eslabón más grande que unió mis sentimientos: sus niños y jóvenes con su algarabía frenética, sus hombres con su sinceridad y franqueza, sus mujeres con ese donaire y elegancia propias de seres nacidos para recrear la naturaleza y dar la dulzura y embeleso.

Tengo mis raíces muy adentro de Guayaquil, raíces tan fuertes y robustas, imposible ya de ser trasplantadas. Aquí dejaré parte de mis huesos convertidos en cenizas esparcidas en nuestro Río Grande, cuando la parca señale la hora de la fusión de dos regiones hermanas, la Sierra y la Costa. Tengo el privilegio de haber nacido un 9 de octubre y me siento parte de los ideales de libertad de nuestros próceres.

En mis tertulias frecuentes con mis alumnos suelo decirles que hay que amar a la patria chica con todo el corazón, que hay llevar los colores de su bandera muy adentro de nuestras pupilas, que su himno tiene que ser cantado con voces que transparenten las gestas de hombres y mujeres que, a costa de muchos sacrificios, nos dieron la libertad. Un estudiante ama a su ciudad cuando no la ensucia y no permite que otros lo hagan; cuando cuida de su vereda, de su calle y de su sector para que el ornato y la limpieza ayuden a mejorar el rostro de la urbe; cuando lee, estudia y divulga los pensamientos, acciones y empeños de hombres y mujeres que sí amaron y aman a la ciudad; cuando se propone ser un excelente ciudadano, un buen hijo, un ecuatoriano a carta cabal.

Dentro de poco se cumplirán tres lustros de administración municipal encuadrada en la ley y motivada por el fervor cívico que despertó en 1992, luego de un letargo largo, dañino y tormentoso. Somos testigos de la conquista paulatina de sectores, barrios, ciudadelas, calles, esteros, instituciones y proyectos, para transformarles y ponerlos a tono con las exigencias de la modernidad; imposible llenar todas las deficiencias en un tiempo demasiado corto en una vida larga de abandono y poca preocupación. La semilla está echada, es ya imposible volver atrás. En Guayaquil se ha instaurado un estilo muy propio de hacer obras para la ciudad; ha desaparecido el lenguaje vacuo y altisonante para dar paso al discurso serio y para hacer realidad aquella expresión: “Obras son amores y no buenas razones”.