Muchas de las historias de Verne alimentan la imaginación humana todavía hoy, no solo en su formato de novelas, sino como películas, cómics o videojuegos.

En 1893, a los 65 años de edad, ya publicada la mayor y mejor parte de su obra, Julio Verne concedió en su casa de Amiens una entrevista al periodista norteamericano Robert Sherard. Apareció al año siguiente en el McClure’s Magazine y en sí misma es una prueba fehaciente de la popularidad mundial alcanzada en vida por el autor francés.  Contrasta con la confidencia que hizo Verne al periodista americano: “El gran pesar de mi vida es que yo no cuento para la literatura francesa”. Se refería sin duda a la reiterada negativa que había recibido su candidatura a la Academia, reflejo del menosprecio que su obra merecía entre los mandarines de la crítica literaria de la época. Y probablemente también entre los de la nuestra…

No sé si hubiera consolado a Verne saber que hoy, cien años después de su muerte, muy pocas personas en Francia y ninguna fuera de Francia conocen los nombres de la inmensa mayoría de los académicos que por entonces “contaban” en la literatura oficial de su país. Nadie los recuerda, mientras que aún millones de lectores saben quién fue el capitán Nemo o Phíleas Fogg. Las obras de esos supuestos inmortales perecieron incluso antes de morir sus autores, pero muchas de las historias narradas por Verne continúan alimentando la imaginación humana todavía hoy, no solo en su formato original de novelas, sino también como películas, cómics o videojuegos. No faltará quien opine (porque nunca hubo escasez de pedantes) que precisamente tanta y tan versátil persistencia en lo popular es un argumento contra la calidad artística del autor de los Viajes extraordinarios. Se repite que lo que hace duraderas pero triviales las ficciones de Julio Verne es precisamente su carácter incurablemente pueril. En defensa de tal supuesta “puerilidad” -compartida ayer y hoy por otros escritores no menos denostados por ciertos exquisitos- quisiera yo decir aquí una palabra de elogio.

Cualquier lector algo minucioso de Verne sabe que sus relatos abundan en rasgos nada convencionalmente pueriles: no es difícil encontrar en ellos aspectos sombríos y aun siniestros, moralidades ambiguas de implicaciones subversivas, incluso cierta poética atónita y angustiada del fracaso envuelta como almendra amarga en ropaje de loores al progreso científico (recuérdese, por ejemplo, esa parábola terrible que son “Las aventuras del capitán Hatteras”). Pero es su puerilidad misma, cuando la hay, lo que yo quisiera reivindicar porque proviene de una de sus convicciones más íntimas y quizá de las menos aceptadas por los altos tribunales que establecen las jerarquías literarias: su vocación pedagógica. La época en que comenzó a escribir Verne se parecía a la nuestra al menos en el importante aspecto de la pugna que mantenían los partidarios de la enseñanza general obligatoria, laica y racionalista, con los de una educación más elitista o de signo religioso. Incluso con quienes abogaban sin tapujos por mantener al proletariado lejos de cualquier instrucción: en torno a finales de los años sesenta del siglo XIX se había formado en Bretaña una agrupación de propietarios que se comprometían a no contratar sino a trabajadores que no supieran leer ni escribir…

Como es sabido, los “Viajes extraordinarios” son obra de dos Julios, Verne en primer lugar -claro- pero también Julio Hetzel, su editor, a la vez mentor, tirano y segundo padre del escritor. Pues bien, Hetzel estaba sumamente interesado en cuestiones educativas y se asoció con un auténtico agitador universitario, militante de la causa a favor de la enseñanza laica y obligatoria: Jean Macé. En 1864 ambos fundaron Le magasin d’education et de recreation, cuyo propósito, según escribió Hetzel en el primer número, era “constituir una enseñanza familiar en el verdadero sentido de la palabra, una enseñanza seria y atractiva a la vez, que agrade a los padres y aproveche a los niños”.

La imaginación de Verne era perfecta para este propósito y pronto se incorporó al proyecto como codirector artístico. Un par de años después, Jean Macé fundó la Liga de la Enseñanza, cuyo propósito democrático tenía muy claro: “Nunca he tenido otra meta que la educación del sufragio universal”. También a esta asociación se incorporó Julio Verne, cuya capacidad creadora de emoción e intriga era el complemento necesario al severo moralismo de Hetzel y al pedagogismo combativo pero algo seco de Macé.

Probablemente hoy estos bienintencionados esfuerzos decimonónicos hagan sonreír a muchos.

Dirán que ese lastre informativo y formativo nada tiene que ver con el arte literario y se vuelve definitivamente contra el escritor que lo practicó (una censura semejante se le hará también a Herbert George Wells, aunque la pedagogía de este fue más doctrinaria y explícitamente política que la de Verne). Sin embargo, se plantea aquí un tema de fondo importante: ¿puede existir una verdadera literatura destinada a niños y adolescentes?

Si admitimos que el arte literario de los más grandes nos acerca a una mejor y más honda comprensión de la realidad en que vivimos (¿negaremos tal propósito a Cervantes, a Shakespeare, a Dostoiewski, a Flaubert o a Thomas Mann?), cómo excluir razonablemente que pueda servir también para transmitir mensajes que ayuden a los más jóvenes a conocer mejor el mundo en que viven… Y, sin embargo, este empeño es considerado incurablemente “menor” y decididamente antiartístico.

Sin duda muchas de las lecciones más explícitamente educativas de Verne nos resultan hoy ingenuas, erróneas y hasta indigestas. Pero al menos hay una pedagogía en su obra cuyo valor nadie niega: haber servido para despertar el amor a la lectura y el libre juego de la imaginación en millones de neófitos. Por eso nos  emociona y nos rebela escucharle diciendo compungido a su entrevistador yanki: “Ya ve, yo no cuento en la literatura francesa”.

© El País, S. L.