Depositar unos macutos de dinamita en un tren, pronto nos parecerá más antiguo que el arado romano frente al panorama diabólico de la imaginación.

Llegará un momento en que la gran maquinaria de la civilización occidental estará supeditada a un solo fusible. Bastará con que un fanático le dé así con el dedo para que se haga la oscuridad en todo el cristianismo y se destape una tempestad parecida a aquella que presidió la agonía del Nazareno en el Gólgota. Cuanto más compleja más débil: así es nuestra alma. Todo iba bien. En Singapur se celebraron el otro día los auténticos Juegos Olímpicos del 2012. Unos señores muy gordos, que son atletas de la construcción, ya han ganado el oro, no en medallas sino en crudo, sin levantarse de la butaca. Más rápido, más alto, más fuerte, esta divisa olímpica ya ha sido aplicada a los futuros negocios redondos. Los fabricantes de zapatillas deportivas competirán entre sí para que un negro lleve un par de su marca en ocho segundos a la meta y allí será recibido por un refresco que apagará su sed ante el mundo entero. Las imágenes de televisión crearán, como el reflejo condicionado del perro de Paulov, la absoluta necesidad de parecerse a las vallas publicitarias donde aparecerán los héroes olímpicos anunciando mercancías siempre victoriosas. Los deportistas que deberán disputar los Juegos del 2012 aún están en el instituto o jugando a las canicas, pero el acto real de clausura ya se ha celebrado, el podio lo ha conquistado Londres y del cuello de su alcalde el presidente del Comité Olímpico ha colgado un collar de dientes de tiburón. Todo iba bien. Ya casi nos habíamos olvidado de la diaria carnicería de Iraq. Incluso los ocho gerifaltes del planeta habían hablado de remediar el hambre de África, de vencer el sida, de controlar la basura que se vierte en la atmósfera, pero de repente ha vuelto a entrar una ráfaga de odio medieval por nuestra ventana. El terrorismo todavía está en una fase muy rudimentaria. Depositar unos macutos de dinamita en un tren, estrellar unos aviones contra un rascacielos, poner una bomba en los lavabos de una discoteca, ese método pronto nos parecerá más antiguo que el arado romano frente al diabólico panorama que nos abre la imaginación, en el cual habrá bombas atómicas de bolsillo a disposición de un simple idiota cabreado porque le ha dejado la novia. Nuestro desarrollo está abocado a crear una civilización que solo dependa de un fusible a merced de cualquier fanático. Quien después de fundirlo con la yema del dedo se irá a bailar con las Aries de miel en el paraíso mientras los cristianos tocamos palmas en las tinieblas.

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