Una periodista de Radio City prepara un especial sobre el pasillo ecuatoriano y me pide unas opiniones. Sus curiosidades remueven las mías y me queda el tema en la cabeza. Siguiendo con él, abordo esta columna para poner en orden lo que al ritmo de la conversación pudo haber salido deshilvanado.

Ya no interesa que el pasillo haya tenido origen español. Para el Ecuador es su música, una de sus importantes marcas de identidad, una clase de melodía que supo cruzar las décadas y no conoció la barrera de las clases sociales. La sintonía con esas canciones viene de atrás y hoy señala una muralla generacional: los jóvenes no se vinculan con ellas. Es que una veta de emocionalidad dolorida cruza los textos de los pasillos en armonía con el sollozo permanente de la guitarra que los acompaña.

Con letras herederas de esa fusión trágica de romanticismo y modernismo, la mayoría contiene una visión pesimista de la vida que hace a quienes hablan en sus líneas, sufridores naturales. El amor, tema dominante del pasillo, no triunfa en el corazón desgarrado de esos amantes solitarios, incomprendidos, traicionados.
Una fatalidad incontrolable impone distancia, tuerce el rumbo de las existencias y depara soledad y amargura. Pocos son los textos donde brilla la alegría, tal vez solo aquellos inspirados en la contemplación de la naturaleza y el amor al terruño.
En ellos la hipérbole describe auténticos paraísos revelando verdaderos éxtasis de sentimiento patriótico.

El lenguaje poético consigue en algunos pasillos imágenes inolvidables: “son las lágrimas/ jugo misterioso/ para calmar/ las penas de este mundo” dijo Luz Elisa Borja en Lamparilla; y  el contraste de las edades, Jorge Araujo lo ilustró con “yo soy un castillo abandonado/ y tú un rosal abierto junto al muro”, en Sendas distintas. En otros, en cambio, el tiempo ha hecho inalcanzable el significado de los vuelos líricos. ¿Quién comprende hoy la metáfora de José Ma. Egas en Arias
íntimas cuando para designar los labios de la mujer los llama “dos hemistiquios”? Ninguno de mis alumnos universitarios comprendería la expresión “De hinojos” que da título a un texto de César Maquilón. El vocabulario selecto, como en toda obra literaria, distancia al receptor actual.

“Yo no amo en ti la carne, amo en ti el sentimiento” afirma la voz poética del pasillo Como si fuera un niño y ratifica la dualidad de esos amores aparentemente  sin cuerpo,  al que estuvieron acostumbrados nuestros abuelos a pesar de que regalaron al país numerosa prole. Es más sano y sincero, creo yo, ver y sentir el amor humano como un flujo total que compromete la integridad del ser humano.
Sin embargo, la mentira poética tiene su razón de ser: singulariza, exagera, toca los bordes de la existencia.

Cuando los poemas de Arturo Borja, Medardo A. Silva, Abel Romeo Castillo fueron trasladados a un pentagrama, participaron del sentir de la comunidad.  El receptor identificado con su mensaje va saltando por encima de los escollos del vocabulario, de las metáforas y se moja en el llanto ajeno y lo hace suyo. Le pone esas palabras a su propia historia y se cumple así uno de los cometidos de la poesía: permitirle al ciudadano común fusionarse con un lenguaje misterioso y sentir que “alguien” dijo por él todo cuanto sentía. Ojalá que mucha gente no se pierda esa mágica operación del alma.