Hace algunos días, la prestigiosa revista Foreign Policy publicaba una lista de los denominados estados fallidos en el mundo, definición por cierto muy amplia y polémica, pues en ella se incorporan desde aquellos países en los cuales el gobierno ha perdido control de su territorio a otros en los cuales la economía depende enteramente del mercado negro. A la complejidad del concepto de Estado fallido, se suma la crítica que se realiza por cierta arbitrariedad en la selección de los países, pues en América Latina, excluyendo el Caribe, se ubica a siete estados (Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Paraguay, Guatemala y Honduras) y no se dice nada respecto de Bolivia y Nicaragua, cuya situación es ciertamente más precaria.

Entre sesenta países, Ecuador es ubicado en el puesto cuarenta y seis de la lista de estados fallidos, lo que significa, según la revista, que su Estado no es crítico ni está en peligro, pero sí en una riesgosa frontera con los otros escenarios. La debilidad estatal se resalta cuando en los indicadores de inestabilidad se señala, entre otros, la deslegitimación del Estado como una de las claves para analizar el problema del Ecuador. Pero no solo es Foreign Policy la que piensa así. Un reciente informe de Diálogo Interamericano menciona que en Ecuador, Bolivia y Nicaragua, la vigencia de la democracia es precaria con instituciones débiles y marcadas divisiones sociales. No resulta, por lo tanto, una coincidencia que en el exterior sigan pensando que nuestros intentos democráticos son apenas la apariencia de un proyecto político mal ejercido.

Precisamente, las opiniones de Foreign Policy y de Diálogo Interamericano, así como la de otros analistas internacionales, evidencian una realidad que posiblemente preferimos ignorar en ocasiones. Tomemos como punto de referencia una institución destinada a ser base fundamental de la democracia, el Congreso Nacional. Paradójicamente, es la institución que más quieren cambiar los ecuatorianos de acuerdo a las propuestas recibidas por el Gobierno, lo cual no es ninguna novedad, ya que desde hace algunos años es la función Legislativa la institución del Estado que tiene la menor aceptación popular; con menos del 5% de respaldo ciudadano, es difícil imaginar una vivencia democrática saludable, por decir lo menos.

Por eso resulta un desperdicio que ahora el Vicepresidente descarte la posibilidad de que el Gobierno tenga un proyecto propio para la reforma política, y diga que la participación del régimen se limitará al análisis de la propuesta ciudadana, cuando lo sensato es que luego del necesario estudio, el Gobierno no solo incorpore las sugerencias válidas sino que también impulse las propias, las que con toda seguridad el presidente Palacio tiene, abandonando la simple intermediación de ideas. Hay temas clave cuya discusión requiere no solo buena voluntad, sino principalmente liderazgo. De lo contrario, estaremos convencidos de que el Ecuador no es un Estado fallido, pero que nos importa un comino si llega a serlo.