No conozco a toda la hermandad, pero tres de ellos, por razones diversas, estuvieron muy cerca de mi vida o, quizá mejor, yo estuve cerca de la vida de ellos. Esta columna, oportunamente deploró la partida de Leonidas (‘Cuando los robles caen’, 15 de enero de 1987), luego la de Enrique (29 de noviembre de 1994); al lamentar ahora la muerte de Eduardo Ortega Moreira, quiero referirme a los tres, personas que dejaron huellas profundas en el campo específico de las profesiones por ellos escogidas y ejercidas y en su entorno social y familiar. Tres hermanos, tres troncos familiares, tres personajes que enseñaron con el ejemplo y hoy enseñan con su recuerdo.

Eduardo fue baluarte de la Clínica Julián Coronel; clínico y cirujano a la vez, sus manos permitieron que muchas personas enfermas recuperasen la salud, la confianza en la medicina y en la bondad del ser humano, porque su ciencia y su bisturí siempre estuvieron listos para aliviar el dolor de quienes carecían de los recursos necesarios; Enrique era su compañero de fórmula en la conducción de la Clínica, desde el campo de la otorrinolaringología. Ambos fueron estudiosos de las leyes que norman la vida humana, investigaron hasta encontrar nuevos métodos para aliviar el dolor y llegaron a institucionalizar días y horas para dedicarlos exclusivamente a los pobres y necesitados; religiosos y religiosas de la ciudad de Guayaquil encontraron en ellos a seres bondadosos que les devolvieron la salud gratuitamente o por valores ficticios muy lejanos al costo mínimo de un servicio de calidad.

Leonidas se ubica en otro campo del saber, él escoge la jurisprudencia como atalaya para contemplar el universo y como fuerte inexpugnable para sus múltiples batallas en busca de la verdad como elemento indispensable de entendimiento entre los humanos; jurisconsulto apasionado, poseedor de una enorme ciencia jurídica, un día ingresa a la docencia para hacer de ella un santuario donde moldear la mente y el corazón de sus discípulos; su presencia en la Universidad Católica Santiago de Guayaquil habla de su personalidad y de su fecunda gestión en ese centro de educación superior.

Me permito alguna vez, como hoy, hacer balances de existencias humanas y correr el riesgo de quedarme corto en las apreciaciones positivas, porque creo que en el Ecuador sí existen hombres y mujeres notables y porque busco desvanecer ese sofisma tan difundido de que en Ecuador solo “el pueblo es notable”, ofendiendo de manera grosera la sana lógica y aquel ápice de sindéresis que los humanos heredamos como parte de nuestra identidad de especie. La gente proba, la gente decente, altruista, solidaria, honesta, estudiosa, patriota, justa, investigadora, creadora de trabajo, cepa de familias honorables, sí existe; se la encuentra en todos los rincones del país, en un número mayor al que se lo cree y es deber de todos los ecuatorianos, cuando lo podemos hacer, colocarles en un pedestal para que sean vistos por sus congéneres, para que sus ejemplos formen escuelas de seres inclinados al bien, al servicio, a la ciencia.

Mi respeto y admiración por Leonidas, Eduardo y Enrique, vidas ejemplares dignas de ser imitadas por propios y extraños.