El mueble de rigor en las cocinas de hace más de cuarenta años fue el guardafrío.
En esos tiempos no todos los hogares disponían de un refrigerador y para preservar los alimentos era indispensable contar con uno de ellos. Algunas casas tenían la despensa, cuarto destinado a almacenar alimentos, pero siempre en la cocina encontrábamos a dicho mueble.

Era de madera, las puertas tenían mallas para permitir la ventilación y la altura aproximada: un metro y medio. Sus patas, según costumbre, se asentaban sobre unas latas con agua para impedir el paso de las hormigas y demás insectos propios del clima. Por lo general, lo pintaban de verde o más oscuro. Sin duda había alguna razón para darle tal coloración.

En el guardafrío se depositaban granos, azúcar, café, aliños, etcétera, y ejercía un gran atractivo para la muchachada cuando guardaban en él los panes de dulce, pinol o alguna otra golosina que era imposible resistir e insistíamos tanto ante la abuela para que nos entregue la ración correspondiente.
 
Pero este mueble no solo fue de uso casero, porque igualmente lo encontrábamos en la tienda de la esquina con frescos panes, mantequilla, queso y mortadela que se compraban para el desayuno familiar. Los guardafrío son hoy parte del pasado. Cuando he visitado los pueblos costeños y me encuentro con ellos, me devuelven el encanto de los tiempos idos.
 
Por Teresa Alvarado Drouet, coautora del libro Testimonial de humo, relatos y cuentos, 2003.