El museo Van Gogh de Amsterdam consagra hasta mediados de septiembre una exposición a los dibujos del artista holandés, con lo que se demuestra que además de gran pintor fue antes uno de los mejores dibujantes de su época.
Esos dibujos cambian la imagen de talento espontáneo y fogoso del artista y muestran por el contrario otro aspecto más riguroso del maestro.
Como prueba están los cuadernos de bocetos y estudios de Vincent Van Gogh, las líneas de perspectiva destinadas a profundizar en la composición y las cartas ilustradas que muestran el progreso de su obra. Los dibujos, tintas y lápices, crayones y acuarelas, son algunas de las pacientes investigaciones del artista, que lo llevaron a desarrollar su talento.
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Antes de convertirse en las obras maestras que conocemos, La casa amarilla, El cuarto del artista, El puente de Langlois y El sembrador fueron objeto de muchos estudios, que pueden verse en la muestra.
Repetida en múltiples dibujos, Vincent logró a lo largo de los años afinar la técnica característica de su obra, de puntos y trazos, que logra toda su amplitud en las ondulaciones de los trigales –que le fascinaban– o en los rayos solares que se ven alrededor de las representaciones del astro y en los autorretratos.
De tipo académico durante su paso por Bruselas y a su regreso a Holanda, se personalizan en los campos de Nuenen, la ciudad del sur de Holanda donde su padre era pastor. Van Gogh descubre allí los oficios de la gente común y los rostros golpeados por el peso de la vida.
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En París, Van Gogh despega. Sus dibujos son más livianos, sus telas ganan en colorido. Su talento explota en Arles. La riqueza de tonos que descubre en el campo alrededor de la ciudad, la experiencia que adquirió dibujando, la inspiración que tomó de sus queridas estampas japonesas, lo consolidan.
En Saintes-Maries-de-la-Mer, una pluma de carrizo en la mano, osa abandonar la perspectiva y realiza un dibujo donde deja referencias para acordarse de los colores. Luego se convertirá en las Embarcaciones de pesca en la playa.