Una característica de nuestra realidad sociopolítica es la gradual suplantación de la Constitución y de las leyes por medidas de fuerza “hasta las últimas consecuencias”, como los paros, las huelgas de varios tipos, las presiones a través de los medios de comunicación. Termina una acción de fuerza y comienza otra: estamos dentro de un ambiente de violencia; estamos cautivos dentro de él, porque difícilmente podemos salir, aunque sabemos que los actos de fuerza muy rara vez dejan un saldo positivo: más que la fuerza de la razón, la sinrazón de la fuerza.

Cuando peces cautivos mueren uno tras otro, hay que revisar la pecera. La pecera de nuestra sociedad ha cambiado y va cambiando. Los antropólogos enseñan que las primeras sociedades se guiaban por tres obligaciones: dar, recibir, retribuir. El don significaba reconocer la importancia de la persona del otro: te doy, porque eres tú. El dinero, en sus diversas formas, era un medio de este reconocimiento, no un fin en sí mismo.

En la sociedad del internet y de la especulación financiera como que desaparecen estas obligaciones y con ellas la relación interpersonal.

En la medida en que desaparecen las obligaciones y con ellas la relación interpersonal desaparece también la ética; entonces el dinero adquiere un valor en sí mismo y por sí mismo: los aguinaldos dorados, las indemnizaciones millonarias en un país empobrecido son muestra clara de lo dicho.

La sociedad en esta etapa de un capitalismo, que ha disminuido al mínimo la regulación de normas éticas y políticas, ha aumentado locamente la corrupción. Se han hecho “manejables” los sobreprecios y aceptables la coima a fiscalizadores y la propaganda pagada en determinados medios para conseguir su benevolencia. En el ambiente de libertad sin responsabilidad, el robo solo cambia de nombre, no causa desprestigio ni disminuye las exigencias: ¿por qué no puedo presionar para adquirir sin trabajar?
¿Por qué no puedo malgastar los bienes del Estado? Que por estas exigencias mías otros mueran “no es mi problema”.

Esta pecera, si no es cambiada por todos y cada uno de nosotros, destruirá al hombre; pues no deja lugar para la abnegación del maestro, del médico, de la enfermera, del servidor público o privado, religioso o laico.

El fácil mal uso del dinero, protegido por contratos, por fiscalizaciones, y tolerado por autoridades tímidas, no permite ver lo que nos corresponde y exigirlo moralmente.
Los que a nombre del pueblo se benefician con el clamor de los derechos desligados de responsabilidades impiden las soluciones a largo plazo.

La realidad actual nos mueve a volver los ojos a los valores de las sociedades primeras, en las que la gratuidad era correspondida con la responsabilidad y manifestada en activa creación y equitativa distribución. Algunos de los valores permanentes podrían expresarse hoy en la siguiente afirmación: desligar la libertad de la responsabilidad es la fórmula más eficaz para conducirnos a la opresión de los más astutos, de los más fuertes, y de lanzarnos en el foso de la inmoralidad.