Manuel trabaja durante 30 años sin parar, educa a sus hijos, da buen ejemplo, se dedica todo el tiempo a su trabajo, y nunca se pregunta: “¿tendrá sentido lo que estoy haciendo?”. Su única preocupación es estar lo más ocupado posible, para parecer así más importante a los ojos de la sociedad.

Sus hijos crecen y se van de casa, a él lo ascienden en el trabajo, un día gana un reloj o un bolígrafo en agradecimiento por todos estos años de dedicación, los amigos vierten unas lágrimas, y llega el momento tan esperado: está jubilado, ¡libre para hacer lo que le plazca!

En los primeros meses, visita de vez en cuando el despacho donde trabajó, charla con sus antiguos compañeros, y se da el gusto de hacer algo con lo que siempre soñó: levantarse más tarde. Pasea por la playa o por la ciudad, disfruta de su casa de campo, que compró con tanto sudor, descubre la jardinería y poco a poco se va adentrando en el misterio de las plantas y las flores. Manuel tiene tiempo, todo el tiempo del mundo. Viaja, empleando parte del dinero que consiguió ahorrar. Visita museos, aprende en dos horas lo que pintores y escultores de diferentes épocas tardaron siglos en desarrollar, pero por lo menos se queda con la sensación de que está aumentando su cultura. Hace centenares, miles de fotos, y se las envía a los amigos. A fin de cuentas, tienen que saber lo feliz que es.

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Siguen pasando los meses. Manuel aprende que el jardín no sigue exactamente las mismas reglas que el hombre: aquello que plantó tardará en crecer, y de nada sirve ver si el rosal ya tiene brotes.

En un momento de sincera reflexión, se da cuenta de que todo lo que  trajo de sus viajes fue un paisaje visto desde un autobús turístico, monumentos que ahora tiene guardados en fotos de 6 x 9, pero descubre que en realidad nunca consiguió sentir una emoción especial.

Estaba más preocupado por contárselo a los amigos que por vivir la mágica experiencia de estar en un país extranjero.

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Continúa viendo los noticiarios de televisión, lee más periódicos (porque tiene más tiempo), se considera una persona extremadamente bien informada, capaz de hablar de cosas que antes no tenía tiempo para estudiar.

Busca alguien para compartir sus opiniones, pero todo el mundo está inmerso en el río de la vida, trabajando, haciendo algo, envidiando a Manuel su libertad, y al mismo tiempo contento de ser útil a la sociedad y estar “ocupado” en algo importante.

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Manuel busca consuelo en sus hijos. Ellos siempre lo trataron con gran cariño, pues fue un excelente padre, un ejemplo de honestidad y dedicación. Pero también ellos tienen otras preocupaciones, aunque todavía consideran su deber participar del almuerzo del domingo.

Manuel es un hombre libre, con una situación financiera desahogada, bien informado, con un pasado impecable, pero ¿y ahora? ¿Qué hacer con esta libertad tan arduamente conquistada? Todos lo saludan, lo elogian, pero ninguno de ellos tiene tiempo para él. Poco a poco, Manuel comienza a sentirse triste, inútil, pese a los muchos años de servicio al mundo y a su familia.

Una noche, un ángel se le aparece en sueños: “¿qué has hecho con tu vida? ¿Intentaste vivirla de acuerdo con tus sueños?”.

Manuel se levanta empapado en sudor frío. ¿Qué sueños? Su sueño era este: conseguir un título, casarse, tener hijos, educarlos, jubilarse, viajar. ¿Por qué ese ángel le hace preguntas tan absurdas?

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Comienza un nuevo y largo día. Los periódicos. Las noticias de la tele. El jardín. El almuerzo. Dormir un poco. Hacer lo que le apetezca. En este momento, se da cuenta de que no le apetece hacer nada. Manuel es un hombre libre y triste, a un paso de la depresión, porque siempre estuvo demasiado ocupado para pensar en el sentido de su vida, mientras los años iban pasando bajo el puente. Recuerda los versos de un poeta: “pasó por la vida/ no vivió.”

Pero como es demasiado tarde para aceptarlo, es mejor cambiar de tema. La libertad, tan duramente conseguida, no pasa de ser un exilio disfrazado.

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