Que exista Dios o no, llegamos a la tierra para convertirnos en seres humanos. Sea o no absurdo el mundo, nuestra finalidad es el acercamiento a la justicia, al amor universal.
Todo ser amargo lleva dentro la ponzoña del desengaño.
Somos infelices por decisión propia, porque deseamos más de lo que necesitamos, envidiamos a quienes poseen lo que no alcanzamos, nos consideramos fracasados al comparar nuestros bienes terrenales con la fortuna de los demás. Lo que muchas veces ignoramos es que la gente no es tan dichosa como parece serlo: el mundo padece insatisfacción, saturación, indigestión, churretosa ambición, diarreica megalomanía. Hay tanto que comprar, tan poco que dar.
Calígula pretende adueñarse de la luna. Ciertos hombres tienen todos los bienes pero sufren de no alcanzar el poder absoluto. El Viejo Napolitano, hace cien mil años, pasó por mi casa con su gringa loca, dejó escrito en una esquela: “Busca las riquezas que no tienen valor”. Héctor morirá siendo un niño, porque la gente así no envejece. Sigue siendo planta, árbol, se confunde con todo lo que vive. No canta, nos hace cantar a través de él.

“Somos hierba por igual de un mismo sitio,/ con derecho a ser verdes,/ a agitarnos,/ a bebernos el sol, la lluvia, el viento/ y ser comida de los mismos asnos./ En virtud de ser mar nos crispamos”.

Versos de Artieda.

Tenemos una sola vida para integrarnos a lo que respira, ríe, sufre, muere, cuando la muerte del otro es nuestra también. El mundo es coherente con sus recovecos, sus fallas absurdas, sus odios de media suela. Contiene lo que dejamos al irnos, nuestra común herencia. Es una red con la que podríamos pescar los sueños, mas la hemos agujereado de mil maneras. La Iglesia no nos enseña todavía lecciones elementales: más grave resulta podar árboles que desear la mujer del prójimo, traicionar la palabra que faltar a misa, desconocer a Lázaro que comulgar semanalmente, gastar horas al pie de las estatuas y pasar de largo cuando asoma la vida. La mejor oración queda chica cuando se la compara con la mano abierta, el corazón pronto a volar. Un gesto amistoso vale más que mil letanías. Jesús no es un pez plateado que pegamos en el auto, es amor crucificado en cada palmo del camino. En vez de gritar tanto su nombre, deberíamos aprender a callar para escucharlo.

Lo dijeron Confucio, Gautama, Mahoma, Gandhi, Martin Luther King, Lanza del Vasto, Lyn Yu Tang, Saint Exupéry, Camus, con palabras diferentes. Baudelaire añadió: “En el paraíso no habrá ni lágrimas ni risas porque ambas son formas de desahogo”. Rechazó la virtud fermentada convertida en fanatismo. El mundo presenta los mismos personajes con nombres diferentes: Lazarillo de Tormes, Oliver Twist, Gavroche, Zazie. Hacemos travesuras, reímos, crecimos, lloramos, nos vamos. El humor delira cuando a Brummell se le caen los calzoncillos. Por ello, al abrir el diario, busco al Pájaro, a Bonil: son más serios que todos nosotros. Sus rasguños dejan cicatrices indelebles, háblese de política o de poesía.