Atónito, uno se pregunta: ¿Habrá un segmento, un aspecto, un ángulo de la realidad que no sea objeto de la codicia, de la voracidad, de la ambición de aquellos que no tienen otra meta que el dinero?
Para ellos nada está vedado: si hay que escamotear medicinas a los enfermos para lograr con eso réditos personales, ¡qué más da!
Si hay que perjudicar a los ancianos, a los jubilados, ¡qué más da!
Si hay que dejar sin educación a los niños, ¡qué más da!
Todo, absolutamente todo, es objeto de su deseo: el petróleo, la electricidad, los teléfonos, los bosques, los mares, las nubes y los ríos. Y a todo ello han ido, poco a poco, echando mano para su propio beneficio, en oscuros negociados que han dejado al país empobrecido mientras ellos, orondos, exhiben su riqueza mal habida sin pudor y sin escrúpulos.
Parecería que ya no queda más qué robar, porque de todo ha sido despojado este pedazo de territorio tan vorazmente apetecido por esas gavillas de truhanes que se han ido turnando en su administración.
Pero no: país de prodigios como es este, siempre hay más.
La malévola inteligencia de los depredadores no se detiene hasta hallar nuevos resquicios por donde meter sus garras, afiladas con singular meticulosidad para el despojo.
Huelen, husmean los depredadores y encuentran un nuevo pedazo de carnaza para saciar sus ansias insaciables.
Ahora se ha descubierto que su lujuria alcanzó a las visas.
Por ahí podemos hacer dinero, dijeron esas mentes perversas que no cejan en sus afanes de encontrar nuevos filones para llenar sus faltriqueras.
¡Los chinos!, gritaron.
Y, enfervorizados, se dieron a la labor de vender visas a los chinos, como si las autorizaciones que da el Estado para que los extranjeros ingresen al país fueran hojas sueltas, papeluchos que se rifan al buen tuntún, previo el pago de unas cifras insólitas.
Y entonces esas visas se canjearían aquí por otras, porque las visas dejaron de ser un asunto de soberanía para pasar a ser un objeto de comercio.
Y un objeto de deseo: a más visas, más dinero.
Y más dinero.
Y más.
¿Culpables? No, qué va: nadie tiene la culpa. Todos los involucrados son intachables ciudadanos, pulcros, abnegados y patriotas. Ahora, eso sí, mucho más ricos y con cuentas corrientes en el extranjero.
Es tanto el latrocinio, tanto el saqueo a los fondos del Estado, que hasta la capacidad de sorpresa hemos perdido.
Quizás, empero, la recuperemos cuando descubramos que alguien ofrece vendernos un permiso para que nosotros podamos vivir aquí, en este suelo, en esta tierra nuestra que poco a poco irá siendo ocupada por cientos, miles, millones de extranjeros que irán llegando (sin que sepamos bien cómo ni cuándo) a ocuparlo como cosa propia porque algún vivaracho les vendió una autorización para vivir aquí.
Y entonces nosotros comenzaremos a deambular sin rumbo hacia la muerte, que es el único destino del que los depredadores aún no logran despojarnos.