Lo que hoy nos cuenta el evangelio de la misa se ha llamado, con acierto indiscutible, “el himno de júbilo” del Señor. Y se debe a que nos muestra al Salvador repleto de alegría, por el modo en que su Padre Celestial ha establecido que la gente acoja su predicación.

Lucas dice que Jesús, segundos antes de alabar al Padre, “se llenó de gozo en el Espíritu Santo”. Pero Mateo –de quien se toma hoy el evangelio–  solo cuenta que exclamó Jesús diciendo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, porque así fue tu beneplácito”.

No se trata, por supuesto, de que el Padre Celestial castigue a quienes buscan la verdad o a quienes quieren comportarse rectamente. A quienes Dios no les permite que conozcan la verdad es solo a los sobrados y sabelotodos. Es decir, a los pagados de sí mismos. Y esto no porque se niegue a iluminarlos, sino porque poseyendo estos sujetos la antisencillez y la contrahumildad, no se esfuerzan en abrir sus ojos para ver la luz de Dios.

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Con los pequeños –es decir, con quienes reconocen su debilidad y su incapacidad para alcanzar la salvación– las cosas son distintas: ellos captan la revelación a la primera.
Y acaban, por tanto, siendo los prudentes y los sabios de verdad. Pues como usted y yo gracias a Dios sabemos: “Al final de la jornada, aquel que se salva, sabe; y el que no, no sabe nada”.

El que Nuestro Señor albergue sentimientos de predilección hacia los pobres y pequeños nos consuela a los soberbios una infinidad. Porque cuando los acontecimientos nos humillan y nos muestran lo que somos, el saber que Dios revela su verdad a quienes nada valen, nos anima a comenzar de nuevo. Evocamos la predilección que “siente” Dios hacia los pobres y hacia los pequeños, y no perdemos la paz.

Mas el himno jubilar nos muestra otra verdad esplendorosa: la identificación total de lo que quiso Jesucristo en cuanto hombre, con las disposiciones de su Padre Celestial. Una unión tan plena y tan perfecta, que le causa un gozo inmenso lo que quiere el Padre. Incluso aunque suponga, como parece suceder en este caso, un trabajo más sufrido y menos espectacular.

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¡Qué conducta tan distinta de la nuestra! A nosotros los soberbios no nos gusta lo que Dios, pensando siempre en nuestro bien, dispone que se oponga a nuestros planes. Y por eso nos entristecemos cuando aumentan las dificultades y el trabajo.

Sin embargo, no nos debe entristecer el hecho de que nos entristezcamos. Porque siendo una demostración de nuestra poquedad, nos permite confiar en que el Señor –que quiere revelarse a los pequeños– tendrá misericordia de nosotros.