Esporádicas fogatas no deben preocupar a Mariela García, directora del MAAC.
El fuego de mayores proporciones lo veremos esta noche cuando la película Contra la pared (Gegen die wand) se exhiba en el Festival Eurocine y el público guayaquileño descubra por primera vez el impacto de la fulminante visión del joven director alemán Faith Akin. De ascendencia turca, este hombre armó un extraordinario revuelo con su obra en el Festival de Berlín del año pasado, cuando él obtuvo el Oso de Oro al mejor director. En el cine mundial hay una trayectoria que se repite cuando una película irrumpe en las pantallas más diversas con la fuerza de candentes innovaciones e irreverentes miradas a temas trillados.

Así podemos recordar algunos incendiarios que han dejado su huella. En EE.UU., el director David Lynch hizo lo suyo en Wild at heart (1990), filme que literalmente se iniciaba con el inmenso primer plano de un fósforo encendiéndose, para iluminar la obsesión central del director: las fuerzas oscuras de la pasión.
Antes de él descubrimos La ley del deseo (1987) de Pedro Almodóvar, sin olvidar Los amantes del Puente Nuevo (1991) de Leos Carax en Francia y Trainspotting (1996) de Danny Boyle en Gran Bretaña. Además de asumir la creación cinematográfica como un acto liberador y destructivo a la vez, estos incendiarios tienen algo en común en sus percepciones: presentar las terribles colisiones de vidas en el abismo junto al abandono de toda esperanza.

Contra la pared no es una película que se puede catalogar fácilmente. La turbulencia que transpira en sus imágenes y lo descabellado de la historia ponen a prueba al público. Desde el primer minuto, Akin literalmente nos mete casi a la fuerza en el anárquico espíritu de su protagonista. Él es Cahit (y aquí el actor turco-alemán Birol Ünel se convierte en una revelación), un hombre que trabaja de recogedor de botellas en las discotecas y que termina sus noches entre la cocaína y el alcohol, en medio del estridente rock y violentos encuentros con los clientes. Cuando él estrella un carro frontalmente contra un muro, conoce en el hospital a Sibel (Sibel Kekilli), una hija de emigrantes turcos que se recupera de sus obsesivas depresiones.

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Entre estos dos surge lo que parece un romance ambientado en el infierno. Cada uno trae a la relación todos sus traumas y atavismos, lo que tiene mucho que ver con una identidad personal que se ha perdido en la nada. El poder de sus raíces ancestrales en Estambul –encarnados en la familia de Sibel– solo los hace rechazarlas con ira, porque eso implica cambios que ninguno desea. Pero “uno no tiene que matarse para quitarse la vida, uno simplemente se va a otra parte”, dice un médico. Cuando Birol se casa con Sibel, entre ellos no hay sexo, porque ambos desean su libertad y la posibilidad de más relaciones furtivas y noches desenfrenadas.

En la historia se intercala lo que podrían ser postales  desde Estambul, cuando un grupo de músicos interpreta canciones tradicionales. En esto hay un magnetismo especial que nos hace acercarnos más a la dislocada pareja. Influencias culturales dispares sacuden el filme de principio a fin y el director nunca encuentra –ni busca– un sendero.

Como en todas las grandes películas, la trama pesa por sí sola por la trepidante narrativa. Y para aquellos que siempre buscan la solución, solo están palabras que flotan en la penumbra de esta devastadora película: “Si no puedes cambiar tu mundo tienes que cambiar tú mismo”.