Una visión más detenida puede demostrar precisamente lo contrario, esto es que buena parte de los problemas políticos se han producido por la cercanía de los representantes –especialmente los diputados– a sus electores inmediatos y, por supuesto, a los particulares intereses de estos. Este ha sido el principal obstáculo para que ellos desarrollen la perspectiva nacional que necesaria e ineludiblemente deben tener para el cumplimiento de sus funciones. De ahí que para nadie resulta extraño que, muy suelto de huesos, algún diputado reivindique su condición de representante de los productores de tal o cual rubro, de los empleados de alguna institución estatal o de los trabajadores de una determinada rama de la producción. Tampoco llama la atención que la justificación para la mayor parte de las desafiliaciones sea la necesidad de contar con obras o con recursos para su provincia.

En realidad, el problema central en este sentido ha sido la provincialización, e incluso la cantonización de la política ecuatoriana. Esta ha desembocado en la pérdida de la visión del país como un todo. La utilización de distritos uninominales, e incluso binominales, llevaría el problema hasta los límites extremos y terminaría en la parroquialización de la política. Los diputados distritales estarían obligados a canalizar las demandas de sus electores inmediatos, de manera que su actividad como legisladores respondería a esa condición y no a la de sujetos que pretenden construir el interés general. Así, el procesamiento de una ley relativa al petróleo, a la seguridad social, a la salud, a las relaciones internacionales o a cualquier tema nacional, dependería de la habilidad para negociar con los grupos locales y, obviamente, de los recursos disponibles para satisfacer sus demandas.

Además, dada la irregularidad de la votación en el territorio nacional, cada distrito podría expresar una tendencia diferente, con lo que el Congreso Nacional no tendría las dieciocho listas actuales sino tantas cuantos distritos existan. En estas condiciones no habrá gobierno que pueda conformar una alianza de mayoría, y la famosa gobernabilidad habrá quedado en el álbum de los sueños imposibles. Por último, la votación en distritos personaliza hasta el extremo la representación con lo que se agudizaría uno de los vicios más fuertes de la política nacional y terminaríamos con un Congreso de caciques locales con enorme capacidad para imponer sus designios parroquiales.