Dice que Orly Klínger fue el zaguero que mejor lo marcó en su carrera.

Lupo Quiñónez es un hombre orgulloso de todo lo que ha obtenido. Comenta, de manera constante, que su vida ha sido una lucha permanente contra la adversidad, pero siempre  ha  salido airoso.

La primera batalla  del Tanque de Muisne  fue contra la escasez de recursos económicos de su familia, en Esmeraldas.

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“Conseguí trabajo en Palmar (en la Península) y salí de mi pueblo para ayudar a mis padres. Un día, mientras jugaba fútbol en la playa, me vio un socio de Emelec (Federico Zeller) al que le llamaban  el Gringo. Me propuso viajar a Guayaquil para probarme con ese equipo y acepté.  Eso fue en 1975. Me presentó con César del Castillo, administrador del estadio Capwell, y ahí me hospedé. Me probaron y me quedé. Así empezó todo”, relata.

A la temporada siguiente ya era fijo en la ofensiva emelecista. “Nadie me regaló nada. El titular era el uruguayo Américo Paredes, que había jugado en el Cosmos, de Nueva York. Sudé mucho para no ser suplente”.

Años azules
La voz de Lupo se suaviza cuando menciona a alguien que considera crucial en su carrera. Lo halló en sus primeros años en Emelec.

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“El señor Hugo Bagnulo (uruguayo) es mi entrenador favorito. Me ayudó a perfeccionarme mucho. Las prácticas del equipo eran de 08h00 a 10h00, pero después de ese instante empezaba en realidad la cosa para mí. Trabajábamos dos horas más  dominando la pelota, bajándola, parándola con el pecho, cabeceando, pateando. Era exigente, pero aprendí bastante”.

Agrega Lupo: “Además, conocí personas honestas que me aconsejaron bien, como Carlos Miori, Eduardo García y Eduardo De María.  Como era joven les hacía caso”.

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Con los eléctricos conquistó su primera corona, en 1979. “Era un muy buen equipo, con gente con clase, como Ricardo Armendáriz, el Bombillo Miori,  que me ponía centros para que yo anotara, me entendí muy bien con él; también estaba Jesús Montaño”.

Se marchó de Emelec en 1982, luego de una huelga de jugadores a mitad del torneo. Con una inactividad futbolística de siete meses viajó a España, donde el Sevilla lo invitó  a una prueba.  Regresó para enrolarse en el Manta, en 1983. En 1984 llegó a Barcelona.

Sus anécdotas
“En Barcelona viví mis mejores momentos. Gané dos campeonatos (1985 y 1987) y jugué dos semifinales de Copa Libertadores (1986 y 1987).

En la Libertadores protagonizó jornadas memorables, como la victoria sobre Argentinos Juniors, en Guayaquil (1-0); el triunfo en Maracaná, ante Bangú (1-2); el partidazo en el Modelo que representó el paso a semifinales, con Olimpia, en 1987 (3-2).

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“Un gol que recuerdo mucho en la Copa fue uno que marqué en Asunción, en 1987. Hice un cambio de pierna terrible y le pegué a la pelota como venía. Con mi gol vencimos 1-2 a Sol de América”.

Las carcajadas vuelven a instalarse en el rostro de Lupo cuando habla de las “travesuras” cotidianas en Barcelona. “Dependiendo la presión del juego era el ambiente que vivíamos. A veces los partidos eran muy fuertes y teníamos que estar muy serios. Pero otros  nos permitían divertirnos mucho”.

Escoge una anécdota de Fausto Rocola Klínger.

“Klínger iba a los entrenamientos con una maletita. Sus suegros, cuencanos, lo metieron en el negocio de la venta de alhajas. Andaba con su maleta de arriba a abajo. A veces estábamos listos para ir a una charla técnica y él nos detenía. ‘No se vaya, el profesor sí nos espera. Llévese una alhaja, vamos a la charla y después hablamos’.  ¡Tenía una labia terrible! La gente agarraba una cosa u otra. Luego venían las discusiones  de Fausto con los muchachos: ¡Tú cogiste una alhaja!... ¡
Yo no cogí nada! ¡Tú te la llevaste! De mano en mano se perdió un elefante. Así se le perdieron varias cadenas a la Rocola”, dice  Lupo,  que se  esfuerza por terminar sus palabras, ahogadas por la risa.

También habla del defensa que mejor lo marcó. “Fue Orly Klínger, el Zapatón (Manta, Nueve de Octubre, Liga de Portoviejo, Filanbanco). Era complicado. Tenía unas patotas número  50 que le funcionaban como cuchillas. Era alto y se elevaba bien. Gané y perdí en esos duelos”.

El verdugo emelecista de los canarios (10 goles con los azules en los clásicos) habla de sus víctimas: “Entre los arqueros tuve de pato al uruguayo  Héctor Santos, de Barcelona. También a Máximo Vera, del mismo equipo. Yo apostaba cuántos goles les iba a hacer”.

Y también de sus amigos: “Hay dos directivos a los que recuerdo con afecto.
Heinz Moeller, mi mejor  presidente en Barcelona. La presencia del dirigente cerca del jugador siempre es importante. Con una palmada él  solucionaba muchas cosas. El otro es Carlos Coello, mi padrino. Con él empezó a existir organización en la selección”.

Dice que desea volver a Ecuador porque tiene “un diploma de técnico y quisiera ejercer en mi país”.

No regresa hace quince años, pero Lupo permanece inalterable en el recuerdo.

Como dijo de él Mauro Velásquez, en su libro El fútbol ecuatoriano y la selección nacional: “Sin ser un exquisito del balompié, ni tan torpe como muchos pensaron, se metió a fuerza de garra, temple y corazón en la historia de nuestro fútbol, ganándose el respeto y la admiración de todos”.