Las máscaras tienen usos y sentidos diferentes, según los momentos históricos. Los pueblos cazadores la usaban para mimetizarse, la máscara otorgaba poder y expresaba misterio. En los carnavales muchos pueblos las utilizan para subvertir por momentos el orden establecido, tanto público como privado. La máscara da el poder del anonimato. Hay muchas clases de máscaras. Todos las utilizamos. Con las máscaras nos sentimos más libres porque no somos  reconocidos por nosotros mismos, sino por el personaje que representamos. La máscara manifiesta y oculta. Las utilizamos cuando no disponemos del poder que queremos y nos escudamos tras los títulos de licenciado, abogado, doctor, diputado, presidente de... Máscaras que interiorizamos cuando queremos evitar mostrar lo que somos.

Los pandilleros utilizan las máscaras de la clandestinidad y a partir de esa ausencia de reconocimiento, de no ser vistos, de ser evitados y temidos, los jóvenes buscan sus pares, sus semejantes, los otros expulsados del sistema como ellos, para juntos hacer irrupción en el mundo desconocido de los otros. Y lo hacen desde donde ellos pueden: desde los hechos, ritos, vestidos, bailes y conductas agresivas que los saca a la luz y los esconde, que los visibiliza e invisibiliza a la vez, escondidos como están detrás de las palabras-máscaras con los que los encasillamos.

Hace poco me invitaron a una fiesta “pandillera”. He tardado en asimilarla... La fiesta produce una alteración. Se la espera con ansias. Confiere un lugar de presencia en la gran ausencia de la globalización. Se produce una identidad grupal que no se da en otros ámbitos. Allí los jóvenes pueden ser ellos mismos sin cubrirse, son recibidos como son, hay un grupo y un nosotros. No sé es el mismo antes y después de la fiesta. En ella se da una transgresión, una tentativa de borrar los límites. Allí cantan y bailan músicas ligadas al ritmo y a los tambores, al vientre materno cuyo sonido fue la primera percusión, reggaeton que escuchamos. Culturas subterráneas, donde circula la vida, pero donde esta puede hacer implosión y explosión. Ambas cosas. Algo sabemos de esto en esta época de tsunamis, de temblores y terremotos.

¿Cuál es el aporte político, la construcción de ciudadanía, de hacer ciudad y país, que nos llega a través de estas fiestas vertiginosas, donde se vive el presente, el ya, el ahora, con rabia, con fuerza, con ritmo, con frenesí, con obscenidad? Hay en esos bailes una manifestación y un cuestionamiento vital a la sociedad de la que hacemos parte. No desde las palabras que prostituimos y tomamos vacías, sino desde los gestos, la música, la danza que superan el ruido para instalarse en el silencio de las preguntas que no dejamos nacer.

En el antiguo teatro griego las máscaras se usaban como caja de resonancia para permitir que la voz llegara más lejos.

¿Qué mensaje nos está llegando, qué cuestionamiento al sistema, qué proyecto político se desmorona y expresan los cuerpos de miles de jóvenes que se encienden y  se agotan sin visión de futuro, en un aparente vértigo colectivo que nos arrastra en su vorágine?

¿Cuáles son las máscaras que hay que romper, desde los escombros de una sociedad en ruinas, para refundar el país de todos y develar el rostro hermoso de cada persona y grupo?

¿Cómo buscar la unidad a partir de tantos fragmentos?