Una de las tantas afirmaciones siempre repetidas, pero nunca comprobadas, dice que la gente quiere mayor participación política. Por ese camino se llega a sostener que las protestas callejeras –que terminan con el derrocamiento de cuanto presidente se pone por delante– constituyen la reivindicación de esa participación. Pocos se ponen a pensar que quizás lo que la gente quiere sea más gobierno y menos preocupación, lo que quiere decir, más efectividad y menos desgaste del tiempo propio. De ahí en adelante se repite incansablemente que todos los errores de la democracia representativa pueden ser evitados y solucionados con la democracia participativa, aunque nunca quede claro qué se entiende por esta, y menos aún cuáles son los males de la primera. Simplemente se repite porque hay que hacerlo, porque hay un contagio de participacionismo aun en aquellos que no están dispuestos a darse la molestia de asistir siquiera a las reuniones del comité de padres de familia o de la asamblea de mejoras barriales.

Debido a la forma en que se produjo el cambio de gobierno, el contagio ha llegado hasta los más altos niveles. Así, gracias a las enormes ventajas del participacionismo, ahora se ha descubierto que la mejor manera de hacer una reforma política, es decir, de transformar nada más y nada menos que las bases y la estructura del Estado, es sentándose al final de una línea telefónica para recibir pacientemente las ideas que se plasmarán en disposiciones constitucionales y en leyes. Ideas que vendrán, desde luego, de una sociedad profundamente conocedora de los asuntos constitucionales, de la relación entre poderes, de los sistemas de partidos, de la legislación electoral y de todas esas banalidades que han ocupado durante siglos a asambleas constituyentes y a parlamentos en el mundo entero. En consecuencia, ya que la voz del pueblo es la voz de Dios y dado que Dios es infalible, no habrá riesgo de errores, excepto, por supuesto, los que se produzcan por interferencias, por caída del sistema, por pinchazos, por cruces de líneas o por número equivocado.

Este maravilloso aporte al derecho constitucional y a la ciencia política no fue hecho antes sencillamente porque el grado de desarrollo de las telecomunicaciones no lo permitía. Pero ahora podemos patentarlo como la mejor manera de no hacerse problemas con esa obsesión que tienen los gobernantes por identificar dos o tres objetivos para proponérselos a la gente. El nuevo sistema deja en el pasado la absurda necesidad de que, redundantemente, el gobernante gobierne. No, ahora basta que levante el auricular y escuche o, más bien, que grabe. Ni siquiera deberá hablar o responder. Será suficiente una dulce voz que guíe al participativo ciudadano hacia opciones del tipo de “si quiere parlamentarismo, marque 2”, “si prefiere bicameralismo, marque 4” y que incluso ofrezca opciones combinadas. La línea 1-800 tiene la gran virtud de sepultar en los recovecos de la historia al remoto origen latino de la palabra gobierno, emparentada con el timón del barco. Es sorprendente lo que puede lograr el uso participativo de la tecnología.