En nuestro país siempre cuando un grupo se reúne y toca el espinoso tema de la política nacional salta como papa hirviendo la afirmación de que el país es ingobernable, que vivimos una gravísima crisis de gobernabilidad y que no hay gobernante ecuatoriano que resista más allá de dos años, todo esto dicho como una queja, un obstinado lamento y siempre pensando y afirmando que los otros son los malos, los culpables y nosotros, los que nos quejamos, víctimas indefensas y desamparadas.

Sin dejar de reconocer que hay razones mayúsculas y valederas para sostener dichas afirmaciones, también hay escondidas en el sótano de la inconsciencia: la comodidad, la falta de compromiso y especialmente una enorme y colosal ausencia de autocrítica. Porque tenemos que reconocer que los ecuatorianos adolecemos de una serie de vicios que hacen posible esa crisis de gobernabilidad y también que no somos los únicos los que la vivimos, porque unos más, otros menos, la crisis de gobernabilidad la sufre toda América Latina. Según el BID, la región es una de las que menor crecimiento económico ha tenido en el mundo y en el que la pobreza y el desempleo en lugar de disminuir como ha ocurrido en otras regiones, ha aumentado. Un país, una región, mientras más pobre es, más ingobernable resulta. Mientras más insatisfechas sus necesidades básicas, mayores oportunidades de revueltas.

Entre los vicios que contribuyen a que exista esa crisis está una conciencia infantil, mágica, mesiánica, de creer que cada nuevo presidente tiene la varita mágica, el poder milagroso, de transformar el país en el breve periodo que se le permita gobernar. Esa conciencia colectiva tiene el deseo, la ilusión infantil, de que todo sea para ya, inmediato, en un abrir y cerrar de ojos, sin comprender que los países que han avanzado como China, Vietnam, Chile, se han comprometido en agendas de largo plazo, con propósitos comunes en el que han participado todos los actores políticos. Y en ese camino no hay víctimas, ni verdugos, hay compromiso, esfuerzo y trabajo duro.

Como las grandes mayorías no tienen cultura política, votan con la emoción y no con la razón y son fácilmente impresionables por la demagogia, el discurso florido, las caras bonitas, las corazonadas, todas cualidades muy buenas para el amor, pero malas para el país. Esta ausencia de análisis permite la manipulación y el engaño. También el ecuatoriano común tiene miedo, un terrible miedo al cambio. Queremos cambios sin cambiar, por obra y gracia del Espíritu Santo y todo esto sin comprometernos como ciudadanos.

Como tenemos terror al cambio se mata al huevo antes que nazca el pollito, se destruye la semilla antes que eche raíces y entonces cualquier nueva idea la analizamos tanto, le vemos tantos peros que aborta sin haber tenido la oportunidad de nacer. Queremos resultados, milagros, cosas nuevas, repitiendo siempre las mismas fórmulas… que no han funcionado.

Cada partido o grupo político, una vez elegido, lleva agua para su molino.

Los diputados están convencidos que se deben más a su partido o a su líder que a los intereses del pueblo. Este, una vez que los eligió, los olvida porque los desprecia, en lugar de seguir sus pasos, vigilarlos, exigir transparencia, para que sientan el control de sus electores. Los ciudadanos debemos construir buena política no solo con los políticos, sino a pesar de ellos.

Es importante cambiar nuestra mentalidad mendicante, por una actuante, involucrarnos en procesos de crecimiento y maduración social, comprometernos con el país. Comprender que la solución a la crisis de gobernabilidad es todo un proceso que puede durar muchos años pero que es posible si nos comprometemos a trabajar en una agenda común y dejamos de quejarnos.