Algunos estudiosos de literatura y escritores insisten en que la mujer que escribe vale solamente por la calidad de su obra. Que el intento de singularizar su presencia en artículos, entrevistas y recopilaciones de obra es una equivocación de quisquillosidad feminista. Varias escritoras parecen estar de acuerdo con este punto de vista. Nadie pasará a la posteridad por ser hombre o mujer, sino por haber hecho o escrito tal o cual cosa de calidad.

Argumento válido si no se analiza en el contexto de moverse en un campo profesional perteneciendo a uno u otro sexo y en una sociedad que todavía no está formada o convencida de la igualdad.

Lo cierto es que hemos sido constituidos dentro de un sexo. Naturaleza y cultura han entretejido sus códigos para ponernos esos lentes que llamamos masculinidad y feminidad que, en materia de arte, ponen sus lenguajes al servicio de la expresión. Y como la mujer ha sido, históricamente, el género silenciado y postergado, siempre he defendido que mientras dure una situación de desequilibrio situacional en el campo público, debe singularizarse su presencia. Debe hacerse sentir por el hecho de ser una mujer de acciones políticas, económica, artísticas, etcétera.

Yo he trabajado al respecto dentro del territorio de la literatura. Y a este espacio me voy a referir en la presente reflexión. Ocurre que la Campaña de Lectura Eugenio Espejo, emprendida desde el 2002 con una proyección de acciones hasta el 2009 (y problematizada en el camino por avatares que fueron de conocimiento público y cuya resolución todavía no se ha informado), fue publicando algunas colecciones de libros nacionales. Con meritorio esfuerzo puso en la calle –en consorcio con Diario EL UNIVERSO– los libros más baratos de nuestra historia: un dólar por ejemplar. Con fecha del 2004, pero circulando en el presente año, entregó a la comunidad una colección titulada Cuarto Creciente –lamentablemente, solo de circulación en Quito– dedicada a los narradores del actual horizonte literario ecuatoriano. Si reparamos bien, resulta difícil apreciar la óptica de agrupación porque empieza la lista –desde la perspectiva de la edad– con obra del escritor Pablo Palacio, sigue con un tomo dedicado a Miguel Donoso y se instala copiosamente en la obra de los narradores de actual madurez cronológica: Ubidia, Egüez, Pérez Torres, Vásconez, Dávila Vásquez, etcétera.

Al final, la sorpresa. Dos tomos dedicados a las tan criticadas agrupaciones por género. Una para las mujeres bajo el nombre de Cuentos de mujer que agrupa a escritoras de diferentes edades, algunas de ellas con tres cuentarios publicados, es decir, con número y calidad suficientes para estar representadas en la colección con una antología personal. El otro, Puro cuento, para varones practicantes de la narrativa breve, también de distinta procedencia, edad, estilo. Los dos libros parecerían haberse propuesto, simplemente, “cumplir” con los autores, no dejarlos de lado, no hacerlos invisibles al conocimiento general. Pero no les hacen justicia. Jerarquizan implícitamente la escritura de quienes se merecen un libro completo frente a los que deben tan solo figurar con una mínima representación. Y esto en sí no es reprochable. Iría de por medio una dimensión crítica y selectiva que queda bajo la responsabilidad del compilador (que en este caso habría que deducir queda bajo la firma colectiva de Raúl Pérez, Iván Egüez y Antonio Correa, cuyos nombres figuran en la contratapa). Lo que molesta es el desequilibrio, la contradicción, el sesgo descalificador implícito.