No sé por qué ocultar razones, por qué hondos simbolismos, por qué complejos resortes intertextuales, la figura del Quijote evoca siempre en mi alma la de Jesucristo.

Alfonso Quijano el bueno es el más audaz de los seres humanos de su tiempo: intenta imponer la práctica del bien y de la verdad, socorrer a los pobres y a los desvalidos, salir por los fueros de los huérfanos y las viudas. Y en su santa locura arremete no solo en contra de toda clase de malandrines, truhanes y follones, sino de endriagos y gigantes. Por supuesto que la realidad se encarga de darle lo suyo, y se queda ahí, crucificado entre las aspas de un molino de viento, mientras el mal sigue fluyendo por los anchos ríos del mundo. Pero él ha hecho su parte: ha predicado su verdad, ha tomado el látigo y ha expulsado del templo a los mercaderes, exponiendo su vida en tal empeño. ¿Qué importa si luego es vencido por la mayoría de bachilleres, curas, barberos, duques, canónigos y maritornes, que harán hasta lo imposible para que no vuelva a salir? (Y es que  una nueva salida de Don Quijote de la Mancha puede desestabilizar el sistema, poner en riesgo los finos hilos con los que teje su laberíntica telaraña el statuo quo). Mas, el bien está hecho. El ejemplo de nuestro esforzado Caballero de la Triste Figura animará a unos pocos a emularlo y eso será suficiente: sin saberlo habrá sembrado las semillas del heroísmo, la inconformidad, la utopía... Y 400 años después de iniciado su peregrinaje, nos dejará recordarlo de diferentes maneras:

Allí, crucificado entre las aspas / de un molino de viento; allí, Alonso Quijano / –quizá el más bueno y cuerdo de los hombres / (tan bueno que proyectas la figura / de ese Loco Divino: el Nazareno)– / allí, en plena derrota, / te agrandas como humano / y eres mucho más héroe / que el Campeador y el Amadís de Gaula...