Me imagino que el origen peyorativo del término farándula debe haber desaparecido porque de lo contrario, no tendría tantos adeptos. ¿Será tan atractiva la farándula que valga la pena desvivirse por ser reconocido como un miembro de ella?, me he preguntado frente al apego de los medios a dar cuenta de su ruido, frente a la curiosidad inagotable de la gente que quiere saber quién le hace la ropa a tal personaje, qué comidas prefiere algún otro, con qué romance intensifica sus días un tercero.

Confieso a mis lectores que me fui al diccionario a rastrear la palabra. Su primera acepción le reconoce un sentido muy necesario: “Profesión y ambiente de los actores”, nos remite a la más noble y social de las artes, la del teatro, inventado por los griegos y cuyo desarrollo desde entonces nos ha convencido de que sobre la escena se puede proyectar la vida. Ya ligada a la dramaturgia, la palabra evoluciona a un segundo sentido pero en el mismo ámbito: “Antigua compañía ambulante de teatro, especialmente de comedias”. El tercer significado sorprende, no por lo que revela sino porque viene precedido por la abreviatura despect., informando que el talante despectivo de la palabra proviene de algunos países latinoamericanos: Argentina, Cuba, Venezuela. Allí sí designa a ese sector que vive acicateando la mirada de los demás: “Mundillo de la vida nocturna, formado por figuras de los negocios, los deportes, la política y el espectáculo”.

Me imagino que el origen peyorativo del término debe haber desaparecido porque de lo contrario, no tendría tantos adeptos. Difícilmente se desea ser reconocido como un habitante de los márgenes, a menos que se esté pasando por etapas contestatarias, ya sea por edad, actitud o ideología. Y digo etapas, refiriendo a esos paréntesis de la existencia, cuando todos nos sentimos capaces de desafiar el qué dirán, movernos a contravía, integrar las contraculturas. Pronto el orden social nos adocena, la jerarquía laboral nos pone saco, corbata y faldas, la convención nos persuade de lo que está bien y está mal en materia de modales, de buen gusto y de cierta ética ranflera, la que afecta a lo que se puede ver.

Pero parecería que por la noche las cosas cambian. El habitante de lo nocturno es el más libre de los ciudadanos de este mundo. Moviéndose entre las sombras, alternando rítmicamente las luces artificiales, se juega a estar sin estar, a ser “de otra manera”. Se practica el disfraz de tal forma que se pueden encarnar papeles diferentes. Triunfa la primigenia idea del teatro. Así, la farándula ofrece su rostro atractivo y su sentido no saca ninguna connotación despectiva. Quizás para los bienpensantes sea pavoroso visitar ese mundo porque los riesgos de la debilidad son muchos: se vive con una carga de represiones y apetencias que podrían ser detonadas al impacto de un misterioso estímulo..

Leer las páginas que las revistas y los diarios dedican a este concepto, es otra cosa. Allí la farándula parece un desfile de exhibicionismos, una red de oportunidades que se pescan al vuelo de la muestra más audaz, de la ocurrencia más chocante. La nocturnidad vale siempre y cuando se viva en el centro del chorro de luz del reflector más potente. Es el tiempo para chocar las copas y dosificar las revelaciones que vayan atrayendo la curiosidad a cuentagotas, así se consigue más suspenso. Y más interés humano. Que el receptor de cualquier tipo es lo que vale: sin mirada del otro no hay farándula.