Bolivia.- En un recodo de un camino de tierra en el departamento de Potosí, algunos cientos de campesinos bloquean el paso, en momentos en que al presidente Carlos Mesa decide renunciar. Entre ese grupo de campesinos con rostros que se confunden con la tierra, que guardan en la piel todo el secreto de la noche, y la clase política de La Paz, median rupturas definitivas.

¿Quiere ese grupo de campesinos, con el que llegamos a un acuerdo para continuar el camino, la renuncia de Mesa?

Curiosamente, como en el Ecuador, quieren que se vayan todos. Curiosamente, como en el Ecuador, aquello no entiende la clase política. Y el Congreso, a pesar de que el régimen les habría, insólitamente, ofrecido a los legisladores pagarles los sueldos por los dos años que les queda de ejercicio de la “representación popular” con la condición de que se vayan, se aferran a las curules.

En ese “que se vayan todos” del líder campesino del sur del país, no lejos de la sede de los autonomistas “blancos” de la vecina Santa Cruz, y en su exigencia de una asamblea constituyente, se expresa, confusamente, con incertidumbres, el deseo de “otra” realidad. Y su gesto de bloquear el camino no presupone necesariamente la confianza en el cambio, sino la vivencia del ritual de la unidad. Por un celular, recibe instrucciones que le dicen que se mantendrá el bloqueo, a pesar de todo.

Bolivia sigue tentando el abismo y en este 7 de junio en que escribo estos párrafos, nadie descarta una confrontación total entre el mundo andino y el mundo neoliberal,  “entre ricos y pobres”, declara Evo Morales en una pobre simplificación del conflicto. A menos que se imponga una tregua: el adelanto de elecciones de presidente y legisladores.

Mesa renuncia para forzar al Congreso a encontrar una momentánea y salomónica fórmula que concilie los afanes autonomistas del oriente del país con las exigencias de una asamblea constituyente impulsada por occidente, con la confianza de maniatar la autonomía y los afanes privatizadores. Pero ni unos ni otros quieren una salida pasajera, que es lo único que puede ofrecer el presidente Mesa.

Los autonomistas han conseguido afianzarse. Los movimientos sociales viven un momento particularmente intenso, a pesar de las divisiones que puedan aparecer a su interior; creen que el momento político es impostergable, no quieren continuar siendo una enorme fuerza que, en la antesala del poder, se vea burlada por la clase política. Más aún, quieren un país en el que la utopía sea posible, en el que la constitución misma del país sea un acto de justicia con la historia, desde la Colonia, pasando por la República. Y allí, naturalmente, son diversas las versiones de una población vapuleada por la miseria, la violencia para sobrevivir, las hibridaciones culturales asumidas también violentamente y sostenidas de modo insólito en el sustrato de las memorias culturales. Y los ricos y modernos de Santa Cruz preferirán la división del país, antes que aceptar una estructura de país fundada en antiguos principios comunitarios, amalgamados con demandas para salir de la marginalidad.

Y mientras más profunda sea la ambición de cambiar el país, más cerca está una guerra civil. Evitarla, significará, paradójicamente, que Bolivia continúe viviendo de coartadas.