“Quiero pasar la página del 73 en ese libro que se llama vida y disfrutar de mis nietas”, dice tranquilo el cantautor chileno Ángel Parra, hijo de Violeta Parra, que ahora novela en Manos en la nuca los meses de interrogatorios y torturas que sufrió en la dictadura del general Augusto Pinochet.

“Pasé algún tiempo secuestrado y sometido al miedo en el Estadio Nacional,  luego me mandaron al campo de concentración de Chachabuco, en el norte de Chile”, explica el cantante, autor de más de 2.000 melodías protesta y que en esta ocasión ha dejado su guitarra a un lado para “protestar por escrito” a través de Rafael,  protagonista de la novela que  promociona en Madrid.

“No quería un libro de testimonios, preferí una novela para poder tomar cierta distancia y contarlo todo con humor”, sostiene Parra, quien sin embargo confiesa reconocerse completamente en su personaje, ya que “casi el ciento por ciento del libro es autobiográfico”.  Así, también él sintió los malos augurios que a Rafael le atravesaron la columna al despertar la mañana del 11 de septiembre de 1973, cuando Pinochet, “apoyado por Estados Unidos”, derrocó el gobierno de Allende.
 
También él se fumaba un “canuto” cuando lo llevaron preso al Estadio Nacional, “que parecía el jardín de infancia de Frankenstein, de lo infantilizados y despersonalizados que nos tenían”, y también él tuvo que sobrevivir a base de las historias que los presos se contaban entre sí por las noches, único momento del día en el que volvían “a sentirse humanos”.
 
Según el autor, otra diferencia con respecto a otras obras sobre el tema es que el protagonista de Manos en la nuca es una especie de antihéroe, al que han expulsado de la universidad y al que su novia deja ese mismo día por no verle suficientemente involucrado en “la lucha”.

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 Parra, cuyo primer apellido es en realidad Cereceda, dedica el libro a un compañero del que nunca supo el nombre, que –esta vez a diferencia de Rafael, quien relata historias de amor en la novela– les escenificaba películas mexicanas con todo lujo de detalles y sonidos, lo que supuso, según él, un modo de no bloquearse hacia dentro como hicieron otros muchos.

 “Nunca se me pasó por la mente que un ejército alimentado por el pueblo se transformase en verdugo de ese mismo pueblo, que estaba desarmado y que no se opuso”, explica con los ojos vivos pero tristes, antes de sonreír de nuevo para contar un par de anécdotas, sorprendentemente desternillantes, sobre el campo de concentración de Chachabuco, donde llegó a crear un coro de más de 400 presos.