Se apagaron las luces y empezó el vals de Sveridov. Un vals de intenso movimiento orquestal, frío, dramático y de poca elegancia si comparamos con los valses vieneses. Sveridov, un compositor poco conocido en Occidente, fue estrenado en Guayaquil por la Orquesta Sinfónica, con la dirección de Davit Harutyunyan, en el tercer concierto de temporada, el pasado viernes,  en el Teatro Centro de Arte.

A continuación vino una de las obras más importantes del repertorio para violín, el concierto en re menor Op. 47 para violín y orquesta del compositor finlandés Jean Sibelius (1865-1957).
Esta obra, que fue estrenada en Berlín en 1905 bajo la dirección de Richard Strauss, marca por un lado, la despedida del romanticismo del siglo XIX,  y, por otro, significó un cambio en la vida personal de Sibelius. Se adhirió al movimiento nacionalista de su país para liberarse de la dominación rusa -Finlandia fue hasta 1917 una provincia del imperio ruso-, hecho que le produjo el reconocimiento como héroe nacional.

El concierto de Sibelius Op 47, técnicamente obliga al intérprete a un cuidadoso fraseo, dominio técnico y fuerza expresiva. Las expectativas frente al solista Iván Fabre eran grandes; sin embargo, en el primer movimiento no logró la concentración y afinación suficientes para llevar junto con la orquesta a culminar esa transformación temática de las extensas y variadas texturas tipo obstinato que plantea Sibelius.

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 En el segundo movimiento si bien es cierto que la afinación mejoró, en cambio no logró la igualada con la orquesta, cosa que incomodó al director, que hizo un gran esfuerzo por culminar el movimiento. Es decir, el concierto le quedó un poco grande al solista por el grado de complicidad técnica y expresiva del compositor finlandés.

En la segunda parte del programa, después de ejecutar Romance de Giorgi Sveridov, entró de lleno la orquesta con la Sinfonía Nº 4 Op 90 del compositor alemán Félix Mendelssohn, más conocida como La Italiana. Efectivamente, esta obra Mendelssohn empezó a componerla en Italia. En una carta a sus hermanas desde Roma el 22 de febrero de 1831, el propio compositor lo anunciaba: “La Sinfonía Italiana progresa, será la pieza más alegre que haya compuesto nunca, especialmente su último movimiento que es un saltarello, danza italiana muy antigua que refleja la alegría del carnaval romano”. La terminó en Berlín en 1833 y estrenó en Londres dirigiendo él mismo la Orquesta Sociedad Filarmónica de esa ciudad.

Esta sinfonía, que sigue los moldes clásicos alemanes para la composición, tuvo buena factura en la ejecución de la Sinfónica dirigida por el armenio. Se pudo apreciar con claridad el uso de color orquestal -herencia de Beethoven-, la rítmica y progresiones armónicas de Haendel y la caracterización dramática de Mozart que están reflejados en sus tres primeros movimientos; no así en su cuarto movimiento que revela aquella euforia que Mendelssohn sintió al descubrir la historia y la forma de vida de los italianos. La interpretación de la Sinfónica fue acertada en sus tres primeros movimientos, pero en el último, en lugar de encender el saltarello, lo enfrió. Un carnaval siempre es una fiesta, una algarabía con mucho color y entusiasmo, cosa que no escuchamos al final de la sinfonía italiana. Fue un final muy timorato.