Confieso que soy fumadora y de las peores, de aquellas que cogen el cigarrillo y no golpean. O sea que el cigarrillo no entra a mis pulmones, va directo a los pulmones de los demás. Confieso que la costumbre me viene de la adolescencia cuando por timidez o por nerviosismo o por no saber qué hacer con las manos, un cigarrillo acompañaba en la soledad de una fiesta cuando te tocaba esperar a que te invitaran a bailar o cuando debías pasar el cruel escrutinio de los chicos y el cigarrillo ayudaba a fijar la pose de mujer fatal, a parecer mayor junto con los tacos y el maquillaje. Recuerdo que la prohibición de no fumar lo hacía más apetecible e interesante. Luego, cuando vino la moda de las dietas y de las modelos anoréxicas, el cigarrillo ayudaba a llenar con humo el hueco hambriento del estómago y a sosegar el apetito feroz que la urgencia de la prohibición infería.

Confieso que no fumo todo el tiempo o sea que no soy una fumadora full time, solo socialmente y cuando una conversación me interesa, el cigarrillo y el café (como dice la canción) son mis acompañantes predilectos. Confieso que los amigos fumadores me dicen que más bien soy zanahoria, light y se burlan insistentemente al verme prender pucho tras pucho, sin aspirar una gota de humo, “es como hacer el amor sin consumarlo”, me dice una; y otra, “como tomar el consomé sin pollo”; y los amigos no fumadores no cejan de advertirme con voces de imam fundamentalista acerca de los peligros y asechanzas del cigarrillo, que como el demonio está en todas partes. Una hasta me enseñó fotos terribles de pulmones carcomidos como queso gruyer y otra me habló de la terrible voracidad del humo para con las neuronas. Me dio tanto miedo que me fui corriendo a fumar de puros nervios.

Pero la verdad es que estoy en el punto medio, oscilando en la cuerda de los que son y no son, que es la peor manera de ser y todo porque me gusta, de cuando en cuando, envolverme voluptuosamente en una nube de humo mientras las palabras se desgranan sabrosas en una buena tarde de amigos. Una amiga que está en la cruzada de los no fumadores y que lo ha intentado todo para dejar de fumar desde los parches en los brazos, la hipnosis y creo que hasta la regresión, me señalaba la importancia de escribir contra el cigarrillo –cuya condena de muerte llega como enemigo silencioso, como ladrón en la noche, provocando, argumentaba, enfisema, problemas cardiacos, cáncer al pulmón, a la garganta, impotencia– y de la terrible complicidad de los gobiernos que solapan a las tabacaleras con la advertencia del peligro en letras tan diminutas que la presbicia impide leerlas. A mí me pareció que el asunto no iba por ahí, sino en los jóvenes y en la manipulación de las propagandas, cuando se muestra por ejemplo unos vaqueros, machotes, duros, cabalgando en el desierto con un cigarrillo, cuando las estadísticas muestran que produce impotencia; o exhiben adolescentes jugando en la playa, cuando se asegura que merma fortaleza; o cuando se induce con la imagen de mujer sofisticada u hombre de mundo a fumar. Que si se quiere luchar contra el cigarrillo, se debe empezar prohibiendo este tipo de propagandas mentirosas que han hecho mella a generaciones entre las cuales me incluyo. Con los niños y adolescentes es posible sembrar, con los adultos es más difícil por aquello del “árbol torcido...”. Mi amiga que es de aquellas activistas irreductibles, se enoja porque en la discusión tarareo el tango fumar es un placer... “Sí”, añade, “fumar es un placer... que produce la muerte”.