Resuena en los oídos: “yo soy yo y mi circunstancia” como una de esas voces que no puede imponer teorías en los ásperos derroteros de las concretas historias personales.

Cuánto celebra nuestro mundo el orden, la eficiencia, la racionalidad. En la medida en que somos dueños de nuestra vida, parecería que ejercemos control sobre las circunstancias. Alguna telenovela nos puede salir al paso con aquello de que “el destino lo quiere” y por tanto, un velo de comprensión cae sobre los personajes que sucumben frente a la fatalidad. Pero en la vida real no cabe tal tolerancia.

Un análisis más completo saca la categoría “destino” y coloca en su lugar “contexto” o “coyuntura histórica” y advierte que no es verdad que las circunstancias son tan controlables, que el albedrío y la decisión bastan para cambiar el rumbo de las cosas. La vieja sentencia orteguiana resuena en los oídos: “yo soy yo y mi circunstancia” como una de esas voces que no puede imponer teorías en los ásperos derroteros de las concretas historias personales. Nuestra definición se pierde en inaprensibles entretejidos de complejidad, que a muchos ecuatorianos nos parecen diseñados por la adversidad a costa del solo hecho de haber nacido en este país.

Es que casi todo parece estar mal. Cuando el ciudadano común emprende el más mínimo trámite y el hecho parece el ascenso de una montaña, cuando el transitar por las calles nos arroja al azar del peligro cotidiano, cuando el flamante gobierno languidece en irresoluciones llevándose la cuotita de esperanza del ya olvidado 20 de abril, el horizonte se reduce, las luces se apagan. Entonces sí dan ganas de vivir cada día como si fuera el último, centrado en uno mismo, dando culto a las antiguas apetencias, esas que se sometieron al hierro de la disciplina, al imperio de la razón.

“Vivamos, vivamos, que vamos a morir” era el grito claroscuro del alma barroca, que le daba la cara a la fugacidad de la existencia con un llamado a concentrar en el instante presente, el hecho de ser y de sentir. Cerrada a la idea de trascendencia. Ávida de sacudir su integridad al golpe de las sensaciones.

El llamado de la prestigiosa sabiduría dicen que consiste en acerar el temple, en desoír el clamor de unos cantos que, como pasa con la poesía, nos hacen recordar emociones ya vividas o le ponen palabras eficaces a nuevas experiencias. El adusto rostro del estoicismo se contrapone con las sonrisas de Sibarys.

En ese ánimo, entiendo la tentación de aislarse, de sumergirse en el individualismo, de bucear en la tibia piscina del placer, como si el mundo se fuera a acabar más allá de nuestra frontera. Tentaciones que nos golpean la nuca, que, momentáneamente, nos ciegan ante la demanda de la implacable conciencia que ha digerido principios, que se ha sostenido sobre dictados formales.

Ya lo dijo el extraordinario Pablo Palacio en una de esas obras reveladoras de la condición humana: “El orden está fuera de la realidad, visiblemente comprendido dentro de los límites del artificio”. Y hacemos proclamas en pro del artificio, sofocando verdades íntimas que habrían tenido derecho a nacer.