Recordamos hoy 175  años del vil asesinato al Mariscal Antonio José de Sucre Alcalá, joven oficial venezolano y valioso estratega cumanés, que como álter ego del libertador Simón Bolívar Palacios dirigió, cual inteligente y experimentado militar, las diferentes batallas por la independencia de nuestro actual territorio nacional, y luego de la gloriosa emancipación de Guayaquil de 1820. Para lo cual estableció su cuartel general en Samborondón en enero de 1822, pasando después a Guayaquil, Machala y Pasaje, siguiendo a Yulug, Oña, Cuenca, Alausí, Tixán, Riobamba, Ambato y Quito.

Con la victoria en el Pichincha, y siempre a las órdenes de Bolívar, dirigió sus pasos hacia Perú, en donde su brillante espada selló la Independencia del país del sur con la victoria de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824. Si las nieves del glorioso Pichincha he tenido la ocasión de acariciarlas, también tuve la oportunidad de llegar al obelisco levantado en los campos de Quinua, cerca de Ayacucho, en cuyas placas se aprecia el texto de las proclamas de tan egregio y noble Mariscal.

Antonio José de Sucre fue el primer presidente de Bolivia. A esa hermana república le dio todos sus conocimientos de estadista profundo y a ella volcó todas sus preocupaciones y atenciones para su desarrollo como una de las cinco naciones libertadas por Bolívar, cuyos egregios varones y pueblo boliviano recuerdan con gratitud los desvelos y afanes por el engrandecimiento de su país.

Pero “la envidia y la ambición se hicieron presentes y no faltó tal o cual bellaco que asesinó a este integérrimo adalid de la libertad”, exclamaba un connotado intelectual colombiano. Fue un verdadero holocausto el que ofreció el Mariscal de Ayacucho, aquel 4 de junio de 1830, en las selvas de Berruecos. Desde esa fatídica fecha el Libertador enfermó poco a poco, pero exaltando su lealtad para él y su generosidad para los vencidos.

Sí, la lealtad es una virtud cristiana y cívica que debemos cultivar. Ojalá pudiéramos decir lo que el español Hernando de Alarcón respondió a unos tentadores: “No quiera Dios que estas mis canas nacidas en el servicio de mi rey las manche yo con algún deservicio suyo y afrenta mía por todo el oro del mundo”.

Protegido y educado bajo la vigilancia de un tío suyo, que fue canónigo de la Catedral de Caracas, Sucre fue devoto del Santísimo Sacramento, se alimentó de la eucaristía y trató con respeto y gratitud a los sacerdotes. Así lo demostró cuando estando en un campo de batalla, hacia las 06h00, de repente baja de su caballo y se arrodilla en tierra inclinando su cabeza. Acuden algunos oficiales diciéndole: ¿Qué le sucede, general? A lo que les responde: “Estoy bien, lo que ocurre es que por allá va un sacerdote llevando la eucaristía a un enfermo. Y siempre que veo a un sacerdote, me recuerda al sacerdote que me dio la primera comunión”. ¡Excelente ejemplo para este año de la eucaristía!